Publicado en El rapto de Europa, nº 7. Indexada por ARCE y DIALNET.
Parece una pregunta tonta, pero los ojos azules de Liz Taylor no lo serian tanto si nos cruzáramos con ella en una esquina. El mentón de Kirk Douglas daría pena si no fuera porque Espartaco clamaba por la libertad en esa extensa pantalla. Los paisajes del desierto no serian tan conmovedores si no fuera porque Lawrence de Arabia los cruzó vestido de blanco viviendo la fantasía de ser el liberador de los árabes. La vida y cada uno de sus recovecos se ven mejor en la pantalla del cinemascope porque tienen unas dimensiones y un colorido que se nos escapa de nuestra realidad cotidiana. También los sonidos son diferentes, las voces “reales” no tienen esa profundidad que el doblaje les asignó y no escuchamos una banda sonora magnifica que le dé sentido a nuestra existencia cuando nos bajamos de un tranvía lleno, como le sucedió al Dr. Zhivago.
Afortunadamente tampoco esperamos que Kato nos ataque cuando llegamos a nuestro piso después de un día de trabajo como buenos funcionarios. Sin embargo, cuando cerramos los ojos y queremos evocar las imágenes que pueblan nuestro imaginario muchas veces se nos vienen a la mente -como si fuera una pantalla- aquellos escenarios grandiosos donde personajes con estilo, glamour, buena voz, una mirada penetrante, bellos por donde se los mire, desarrollan sus historias. La vida de los personajes cinematográficos del tiempo del cinemascope se elevan por sobre nuestra vida particular, siendo vidas ejemplares ante la que las nuestras son piltrafillas carentes del sentido heroico o dramático. “Yo quería el porte de Rock Hudson”… “Yo quería la mirada de Ingrid Bergman”… “Yo quería ser como Yul Brinner”…