2 feb 2010

La conceptualización moderna del poder vista desde el cinismo clásico.Reflexiones sobre “El dedo de Diógenes” de Pablo Oyarzún.

Rev. de Filosofía. Universidad de Chile.
Resumen.
El presente texto aborda la crisis de la modernidad desde la perspectiva del cinismo clásico. Para ello se usa “El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía” -de Pablo Oyarzún- como una interpretación fundamental que permite cuestionar la conceptualización moderna respecto del poder. También se analiza los aportes del cinismo desde la óptica de la teoría crítica.
Abstract.
The present text approaches the crisis of the modernity from the perspective of the classic cynicism. For it is used "El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía " -of Pablo Oyarzún- as a fundamental interpretation that allows to question the modern conceptualization respect of the power. In addition, the contributions of the cynicism are analyzed from the optics of the critical theory.




Prof. Dr. Christian Retamal[1].
Hace ya más de medio siglo Max Horkheimer y Theodor Adorno
resumieron de esta manera las relaciones entre poder y razón:
“Tu razón es unilateral -susurra la razón unilateral -: has sido injusto con el poder. Has proclamado a los cuatro vientos –con pasión, conmoción, estrépito y sarcasmo- la ignominia de la tiranía; pero callas el bien que el poder ha creado. Sin la seguridad, que sólo el poder fue capaz de instaurar, el bien no hubiera podido existir jamás. Bajo las alas del poder han jugado la vida y el amor; ellos han arrancado a la naturaleza hostil incluso tu felicidad... La invocación del sol es idolatría. Sólo en la mirada al árbol secado por su fuego vive el presentimiento de la majestad del día en que ya no tenga que quemar el mundo que ilumina.” (Horkheimer y Adorno. 1998: 261)
En este párrafo se resume –a mi entender- una de las obsesiones principales de la escuela de Frankfurt, que no es posible pensar en la emancipación sin su otro aspecto, al parecer necesario, trágico e inevitable; la construcción de nuevas formas de poder que se desarrollan y resuelven en la dominación. En esta perspectiva tan moderna, la naturaleza se presenta como la Otredad radical, aquello manifiestamente carente, horroroso, lo complejo que es necesario someter y gestionar. La lucha contra todas las amenazas naturales refuerza su imagen de dureza a la que es necesario dominar. La vida por sí misma no es simple, ni plena, ni dulce. “La vida es dura”, esa es la definición que sustenta el mandato de autoconservarse, propio de la formación del sí mismo ilustrado –descrito magistralmente en “Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos.”, y que forma parte de lo que podríamos identificar como “la verdad” de la vida. Dicha verdad ha sido central en la historia de la filosofía occidental y en la formación del pensamiento moderno.
Pero también se ha formulado este problema en otros términos. En este sentido resulta fundamental recurrir al cinismo clásico representado por Diógenes de Sínope y por ello el texto de Pablo Oyarzún resulta esclarecedor (Oyarzún. 1996: 231). El enfoque es que la vida es simple, la naturaleza representa un espacio de simplicidad roto por la desmesura de los deseos que deben ser gestionados por la ley social. A su vez la ley social fomenta la desmesura y complejidad creciente de los deseos, potenciando nuevamente las relaciones de poder y dominación en una espiral que atrae, subsume y forma. Dicho planteamiento está en la base del deseo del retorno a la naturaleza, que ya no es interpretada como el espacio siempre precario de la vida donde se manifiestan todas las amenazas. La interpretación se tuerce mostrando a la naturaleza como el espacio ajeno al poder en tanto nómos, como la simplicidad manifestada que disuelve la complejidad de lo social y su falsedad implícita.
Es importante señalar que esto no implica suponer que el cinismo sea una apreciación ingenua, que no consideré las durezas implícitas en la physis, una especie de new age griega o una variante de una utopía bucólica o pastoril, reedición de un mito de la Edad de Oro. No debemos confundir la simplicidad con la mera facilidad de la vida. Por el contrario, la naturaleza tiene sus propias dificultades y “durezas” como lo demuestra el rol de la ascesis en la formación de Diógenes. Lo que interesa resaltar es que la modernidad ha caricaturizado al cinismo en cuanto representante de un planteamiento que trastoca el rol primordial de la ley y la artificialidad de la vida como instrumento del progreso. Igualmente, con Diógenes podemos comprender que la tan dificultosa separación entre civilización y naturaleza que la modernidad logró como un resultado del proceso civilizador resulta al menos cuestionable.
Como argumenta Pablo Oyarzún, estos planteamientos contrapuestos implican una dislocación (Ibíd.: 284), que provoca una transferencia de características de un extremo a otro del arco naturaleza-sociedad. Ello supone una ruptura de la trama dialéctica por medio de una perturbación de los lugares que supuestamente le corresponden a cada cosa. Se fractura el orden de las clasificaciones y las definiciones de un discurso por medio de un elemento que surge en un lugar inadecuado, produciendo que las cosas que están en su sitio sean vistan desde un ángulo inédito. Ese es el efecto, por ejemplo, de las anécdotas cínicas respecto del lógos filosófico de la época.
La dislocación constituye así un principio de subversión respecto de las posibilidades limitadas de la dialéctica y nos muestra que los hilos conductores radican en la ley, el nómos como expresión de poder y la idea del deseo como una manifestación que o bien expresa una cierta verdad de sí mismo o presenta una verdad truncada. Ello porque es la manifestación del deseo de otro, por mediación de las relaciones sociales. Una segunda consecuencia de la dislocación es que podemos librarnos de entender -erróneamente a mi parecer- la naturaleza y la sociedad como dos extremos enfrentados con campos semánticos separados. A través de esa forma de pensar se vuelven a expresar las distinciones adentro-afuera, como si la naturaleza fuera lo completamente ajeno, lo exterior, lo extraño, lo indómito y por otra parte lo social estaría caracterizado como lo interno, lo íntimo, lo domesticado, lo conocido. La mezcla de estos dos ámbitos –desde el punto de vista moderno- sería lo horroroso, la impureza por definición. En ambos extremos vemos cómo el poder juega sus cartas por medio de dos adversarios enfrentados.
El cinismo clásico es un ejemplo interesante de cómo se produce la dislocación, ya que frente a la dualidad naturaleza-sociedad, physis o nómos, se antepone una fractura en el dinamismo de la dialéctica. El vagabundeo de Diógenes por la ciudad, dispuesto al enfrentamiento con las filosofías dominantes, junto a su forma de vida mínima, intentó ser expresión de la naturaleza en medio de la polis. Demostración de que lo natural emerge en medio de lo social y lo social lleva a cabo una cierta mimesis de lo natural. Los polos contrapuestos tienen una relación más promiscua de lo que pareciera, más interdependiente. De esta manera, Diógenes pone la simplicidad de la vida en el centro de la polis. La conclusión más interesante tiene que ver con esta promiscuidad, que muestra el surgir de lo opuesto en un lugar que no le corresponde de acuerdo a las lógicas de separación moderna. La dislocación se convierte en un principio de subversión frente al anclaje del poder en el discurso, que opera cerrando las interpretaciones y contraponiéndolas.
En consecuencia, las perspectivas que ven “la verdad de la vida” como simplicidad o bien como dureza, reflejan dos perspectivas diferentes del poder. Ya sea el poder como expresión del mana –en cuanto expresión del Espíritu movedizo de la physis- que nos somete a las leyes de la naturaleza o como relación que por medio de la ley social nos controla, produciendo una forma de subjetivación específica. La contradicción parece no tener salida, ya que el poder como dominio se encuentra en ambos extremos. En este sentido, la interpretación tradicional de la physis como ley es problemática. Ello porque se entiende como una transferencia del nómos a la physis fundamentada en una transferencia previa de la physis al nómos. Oyarzún lo expresa de esta manera;
Así, la escisión sofística de nómos y physis expresaría un desdoblamiento en el seno del lógos, por el cual se haría presente una cierta ilogicidad inherente al lógos mismo. Conforme a ella, justamente, se experimentaría ahora el hombre a sí mismo. Esa ilogicidad podría ser caracterizada como la instancia de la fuerza (tó kreîtton) y del poder (dynamis), pero también de la pasión (páthos), y cabría también verla acreditada en la eficacia del engaño (apáte) como operación persuasiva por excelencia.” (Ibíd. 241-242.)
A partir de esta escisión, lo propiamente natural de lo humano debe interpretarse de acuerdo a la ley que funda el poder, como nos lo recuerda Walter Benjamin a propósito de sus distinciones entre la violencia divina y la violencia mítica (1971:78).
Se desprende de lo anterior que el poder en su aspecto relacional es inevitable. Desde la perspectiva del desarrollo de la emancipación y las libertades sólo un ejercicio consciente puede controlarlo y canalizarlo hacia modos y objetivos que no se traduzcan en dominación. Dicho ejercicio no puede retroceder hasta anular el poder como una capacidad del sujeto, lo que sería una destrucción de su potencial de acción. Se desprende de la lectura de Diógenes hecha por Oyarzún que nuestra atención debería recaer en la desmesura, pues ella es la base de la dialéctica entre poder y dominio, lo que implica una responsabilidad ética respecto del poder que tenemos sobre la vida y el sufrimiento. Ciertamente, esta es una ética por crear, basada en la fragilidad de los sujetos y una renuncia a la trascendencia. Indudablemente, una trascendencia ordenadora está puesta por fuera de la relación entre naturaleza y sociedad, como en los monoteísmos judío y cristiano. Ella ejerce su dominio como Otro ajeno al devenir del mundo, que se establece como quietud infinita frente a una realidad en permanente cambio. Las acciones respecto del poder son inmanentes al propio mundo y están engarzadas al cambio. Se hace necesario entender entonces que lo humano, como participe de la vida en general, está en un precario despliegue y que las relaciones de poder también están mutando, como lo hacen correlativamente las de dominio. Sociedad y naturaleza son términos esencialmente referidos el uno al otro, donde la heterogeneidad y la reciprocidad deferían formar parte esencial de la relación (Oyarzún. 250).
Otra característica de las relaciones de poder, incluso cuando se han transformado en relaciones de dominación, es que al producir discursos crean sentido al mismo tiempo que lo destruyen. Se entiende aquí que la producción de sentido es generar la amplitud de un determinado modo de comprender el mundo, lo que se realiza a través de un acto de expansión del decir, de la proliferación de los discursos. La importancia del sentido se debe a que posibilita la integración existencial de los individuos en la sociedad. Caracterizan al sentido el arraigo, la permanencia, el control de la caducidad, la protección ante la propia finitud, la quietud, aunque sea aparente, en medio del movimiento azaroso del mundo, una cierta sincronía entre las expectativas y la experiencia del vivir. Todo ello forma las islas de seguridad y estructura en medio del mar de azar. Verdadero anclaje ontológico que crea el espacio necesario para que podamos desarrollar las rutinas cotidianas que nos proporcionan –aunque sea imaginariamente- confianza y estabilidad.
Estas características constructivas coexisten con su necesario anverso destructivo donde las narrativas de trascendencia, como formas extremas y omniabarcadoras de los discursos de sentido, se enfrentan entre sí. La producción de sentido, que culmina en último término en una narrativa de trascendencia totalizadora y mediada por el discurso, debe causar un vacío precedente de sentido por medio de la destrucción de otras narrativas. Las relaciones de poder se presentan tanto como una dimensión del propio lenguaje que se pone en juego en el discurso, como en las estrategias para convertirse en una narrativa de trascendencia. Estas narrativas logran la hegemonía cuando presentan una coherencia interna en sus postulados, una eficiente administración de sus recursos de poder, una amplia expansión institucional, un hábil manejo de las situaciones de crisis históricas que evidencian una carencia de sentido que necesita ser llenada, su capacidad para aumentar o reducir su complejidad discursiva para llegar a grupos amplios y diversos, etc. Por otra parte, las narrativas de trascendencia, y las relaciones de poder en ellas implicadas, frenan la dispersión existencial de los individuos. Para que dicho proceso pueda ser llevado a cabo se soslaya la característica fundamental de toda construcción del sentido por intensiva que sea; su caducidad temporal y su truncada pretensión de universalidad. En efecto, el sentido no es un estado, sino un proceso continuo que “captura” el deseo de los sujetos. Por otra parte, como nos lo recuerda Zygmunt Bauman, la producción de discurso, orden y sentido crea en el contexto moderno más ambivalencia. En efecto, la ambivalencia es el resultado paralelo que se incrementa exponencialmente en la medida que la modernidad pone más ahínco en la clasificación de la realidad. En consecuencia la modernidad produce sus propios monstruos, sus diferencias internas, de las que quizás el cinismo es también resultado.
Otro elemento que podemos extraer de la interpretación de Oyarzún del cinismo de Diógenes es que el logro del sentido siempre es precario, que los humanos carecemos de la capacidad de una comprensión total, ya que toda forma de sentido es una forma de captar un momento-situación inserto en un flujo de cambio. La mayor adherencia que las narrativas de sentido pueden llegar a tener está relacionada con la posibilidad de establecer una cierta sincronía entre cambio y decir. La distinción y elección entre discurso y decir no es casual. Ella se fundamenta en el carácter más volátil, movedizo, particular y frágil de este último frente a la voracidad del discurso. Por ello Benjamin aborda la restitución del rol del decir frente al discurso, lo que equivale a una revalidación de las víctimas frente a los victimarios, donde el sufrimiento como una categoría significativa y dura, ancla el decir al movimiento de la realidad. En consecuencia, la construcción de sentido es un amplio campo de acción para prevenir el anquilosamiento del dominio, consagrado por medio del discurso. Así, el sentido que estaba amarrado a una imagen universal e inmóvil -fuente de legitimación de relaciones de poder petrificadas- queda abierto a una interpretación más libre.
El problema de la construcción continua de sentido está ligado fundamentalmente a la cuestión del deseo. Una de las anécdotas de Diógenes puede ayudarnos a entender esto; “Se asoleaba una vez en el Cranio y Alejandro se paró ante él y le dijo: “pídeme lo que quieras” y él le respondió: “No me hagas sombra” (Ibíd. p.173 y 299). En ésta anécdota se muestra la oposición entre naturaleza y sociedad como dos instancias de las relaciones de poder que se dislocan en el lenguaje. En efecto, Alejandro, máximo exponente de lo que podría llamarse una personalidad ejemplar respecto del poder, ofrece a Diógenes lo que éste desee. Como indica Oyarzún, el mundo se manifiesta desde un principio como una propiedad del primero, como algo disponible que se trastoca, al parecer, en una generosidad desbordada. Sin embargo, esta generosidad es engañosa en la medida que en las relaciones de poder no hay gratuidad posible. Por el contrario, toda concesión implica un compromiso que debe pagarse. Dicha generosidad es una trampa que la racionalidad del poder tiende. “Pídeme lo que quieras” remite a que toda la extensión de lo real es accesible por medio del dominio. Su intermediación repercute justamente en el deseo que momentáneamente se confunde ante la oportunidad inconcebible. Remite también a la ilusoria percepción de que a quien se le ofrece tamaña oferta es también partícipe de ese poder inconmensurable, se asimila a quien lo ofrece.
Esta imagen posible de la asimilación juega con la ambigüedad del deseo y el temor que el poder despierta en quienes son agraciados y que, en virtud de esa misma ambigüedad, pueden correr una u otra suerte. El temor y el deseo que se reflejan desde el oferente al receptor prometen irradiarse a otros, por medio de las relaciones de poder. Diógenes capta el sentido de la trampa y responde de una manera que quiebra la lógica de Alejandro, provocando la dislocación de las posiciones, ya que al responder que no le haga sombra, señala tres cuestiones fundamentales. La primera, que al personalizar de tal manera la respuesta, disminuye la complejidad del otro y lo reduce a simple sujeto particular y situado, sin pretensiones de universalidad. Segundo, que más que ofrecerle un posible bien, lo que hace es quitarle uno que ya está dado en la naturaleza. La luz, el calor y el relajo de la existencia fundamentada en las propias opciones. Tercero, lo más obvio, que no tiene nada que ofrecerle, porque ha captado la dinámica de la trampa, a través de la falta de gratuidad y porque ya tiene los dones necesarios, que precisamente están dados con gratuidad. En este punto, se indica algo interesante sobre la oposición entre naturaleza y sociedad respecto del poder y su posterior dislocación. Los bienes ofrecidos desde el poder son redes que tejen una captura por medio del deseo y el sentido. Por otra parte, los bienes derivados de la physis se manifiestan como evidentemente gratuitos, no sometidos a las relaciones de poder, ni a la captura en ellas implícitas.
Se renueva la imagen de la naturaleza como la simplicidad y la sociedad como el espacio de lo complejidad creciente. Se opera un desplazamiento por medio del cual el poder se apropia y privatiza lo que ya está presente en la realidad como dones de la gratuidad. El deseo vincula al poder, de modo que se ocultan los dones simples ya dados. Oyarzún interpreta la sombra que Alejandro proyecta como un eclipse de la verdad, un ocultamiento representado en la poderosa imagen del sol como donante principal de vida. Incluso la actitud física de los participantes en la anécdota es provocadora. La rigidez de Alejandro demuestra que el poder exige una posición activa, lista para la acción de resguardo, en tanto que el simple asolearse, preámbulo seguro de una buena siesta, muestra el relajo de quien controla y reduce la complejidad de su deseo y por ello justamente disfruta de lo dado.
No se trata de recomponer la diferencia entre physis y nómos en el contexto de las relaciones de poder. Por el contrario, siguiendo la dinámica de la dislocación, la carencia que desata la dialéctica del poder es “la falta de lo humano en lo humano”, esto es, la “falta de la naturaleza en el hombre” y “equivalentemente, la falta del hombre en la naturaleza” (Ibíd. 301 y ss.). Se presume aquí el vínculo que debe animar a la unidad; una ética de la justeza de la vida en medio del propio nómos, ya que el vagabundeo es la imagen predilecta de cómo se debe recorrer lo social, sin adherirse a la superficie de deseo y la ley. La vagancia es la metáfora más adecuada de la resistencia a la imposición del arraigo a un cierto lugar, ya sea teórico, existencial, burocrático o vital (Ibíd. pp. 349 y 350), a que la materialidad de la vida sea encerrada en la formalidad de un espacio determinado[2]. Sin embargo, existe un problema en la concepción de reducir la complejidad de las relaciones de poder por medio de la dislocación entre nómos y physis y la inversión de sus campos semánticos derivados. Pensar la physis como la simplicidad choca con lo señalado en gran parte de la filosofía occidental, particularmente en “Dialéctica de la Ilustración” respecto de un mundo gobernado por el mana, sometido al ciclo, a la determinación de la finitud individual, a la falta de la compasión en la rueda de la muerte necesaria que alimenta la vida y que expone a la naturaleza como una totalidad inescrutable.
En efecto, la piedad, la compasión y el dolor aparecen en la naturaleza como una propiedad de la conciencia humana que es también naturaleza. Paradoja fundamental que remite a la contradicción al interior de lo viviente, que marca al pensamiento, pero ante todo, marca indeleblemente al cuerpo por medio del hambre. Una necesidad que remite a la voracidad, a la propia muerte, que nos recuerda nuestra condición natural y que remite urgentemente al aquí y al ahora. Para el cinismo, la respuesta es que el lógos en general, y la filosofía en particular, anula el cuerpo y con ello el hambre como la marca de la naturaleza en la vida. Contrapone a ella la voracidad de saber;
“El lógos descomedido (filosófico, metafísico) es la criatura esencial del hambre, que en él se enseña como el origen de la utopía, del pensamiento como utopía; pensamiento sin localidad que proyecta la usurpación de toda la tierra bajo la forma sistemática de la supresión del otro.” (Oyarzún. 399)
De este modo, el utopismo –en tanto fabrica de sueños de la modernidad- es una desmesura intensa del lógos arraigada en la propia corporalidad humana. Lo anterior nos ayuda a comprender mejor la crítica de Ernst Bloch a Freud por despreciar la importancia del hambre y subsumirla bajo la libido. Una crítica hasta hoy no suficientemente contestada. La cadena está clara; physis, cuerpo, hambre, eventualidad de la muerte. Ante esta secuencia la respuesta del lógos se manifiesta como voracidad, como herramienta para asegurar el alimento. Consecuentemente, el utopismo es una forma desmesurada -de carácter teórico y práctico- de superar la naturaleza en lo humano, superación por ello de toda forma de hambre. Como indica Oyarzún, el poder es poder de dominación y el saber es saber de la reducción del otro.
Pero a pesar de la agudeza de la respuesta cínica persiste el problema fundamental. La naturaleza sigue siendo representada bajo formas contrapuestas como lo simple, por una parte, y como ciclo inevitable que subsume a sus criaturas, por otra. La única forma posible de comprender esta dualidad es caracterizarla como una situación bifronte, como dos aspectos de la misma physis, lo que nos revela que el poder está en la naturaleza como parte de la condición natural de lo humano. Los campos semánticos opuestos, extremos de la dislocación, pertenecen a un campo más amplio que es la physis en cuanto parte de lo humano. Dicho de otro modo, la libertad humana está inherentemente relacionada con el ejercicio del poder como acto de emancipación o dominación. El poder se revela como parte de nuestra capacidad para actuar en un mundo donde podemos elegir en el amplio abanico de la complejidad o la simplicidad. Por ello, podemos decidir el curso de la “dislocación”. Pero no debemos olvidar que en el acto de decidir, nos encontramos en un campo de tensiones previamente delimitado por relaciones de poder que debemos interpretar y transformar.
En resumen, desde la perspectiva cínica el utopismo es una renovación más eficiente de la ley, el nómos, no su refutación. La utopía sacraliza un orden social nuevo que tiene rendimientos superiores a los antiguos regímenes que sustituye. De hecho podría entenderse, siguiendo esta argumentación, que todo pensamiento utópico o más bien dicho la funcionalidad utópica del pensamiento, es un dispositivo de la formación del sí mismo –tal como se le entiende en “Dialéctica de la Ilustración”- para su reproducción a través de la ley. Así, todas las grandes utopías no serían, como creíamos, un lugar desde donde mirar las sociedades existentes, ya que éstas y las imaginarias serían distintas modulaciones del nómos que, frente a su propio declinar, debe “ofrecer” nuevos senderos temporales que renueven el modo en que el poder de la ley se expresa. Por otra parte, el lógos fundador de la utopía, como mecanismo de renovación del nómos, contiene un intento de dominación que malogra su operación, desde lo que el cinismo consideraría como un recto proceder. Todo lógos –incluido el moderno- fundado en el arquetipo del hambre y vinculado al nómos, lleva el sello del poder. Desliza y disemina sus estrategias en los objetos sobre los que recae produciendo ahí la primera adulteración de los valores porque, siguiendo al cinismo, la naturaleza ya está allí, como un telón anterior a la ley. De modo que la falsificación de la moneda viene a ser un proceso restaurador de un orden quebrantado[3], orden que no debe confundirse nunca con la ley natural. Todas las relaciones constituidas sobre este lógos estarían “enfermas” de dominio. Todo intento de fundación humana en el nómos estaría previamente fracasado, porque los materiales desde los cuales está pensado responden a lógicas de poder.
Pero desde el punto de vista de la modernidad utópica, la pregunta sobre cuál es el dolor más profundo de cada cual, encontraría en todos los humanos una respuesta íntima y objetiva como su propia existencia. Más aún, la vida es estructuralmente carente, está mal fundada, ya que en ella reina un principio de entropía que malogra todas sus producciones. El mismo devenir de la vida se encarga de enfatizar el momento de la negatividad, más que aquellos en que se afirma lo positivo. Pero, ¿en qué se funda la percepción del carácter “necesario” del dolor, según el utopismo? Como hemos visto, el espíritu ilustrado se funda en una experiencia originaria del horror y del miedo, lo que se expresa como temor al desamparo, a la intemperie, a la constante percepción de la propia finitud, horror a la percepción de las propias barreras, que ya no son sólo el cuerpo físico, que no se controla porque envejece, enferma y muere. Tampoco son sólo los límites de la conciencia, que vaga tras su propia comprensión, ni tampoco son sólo las demarcaciones del intelecto que yerra cuando reflexiona. Es en un sentido mucho más radical, la intuición desgarradora de ver al material humano como un límite que, dentro de sus fronteras, contiene la virtualidad de la trascendencia. Pero es una trascendencia que se escapa y que puede ser relativamente pensada pero jamás alcanzada (Jameson. 1993:347). La Ilustración pone esa convicción en el centro de la formación del sí mismo aunque se ve enfrentado al derrumbe de todas sus aspiraciones en la muerte y está obligado a desplegar la vida en la finitud. El sí mismo, como bambú movido por vientos que no puede encarar, toma su camino como una constante huida de lo finito, aunque a través de la pregunta por la condición de sentido de su existencia, vuelva momentáneamente a ponerse frente al horror de su disolución.
Esta posición resulta intolerable para el cinismo y es lo que lo hace tan fructífero en este análisis. En efecto, para el cinismo la vida ya está plena. La percepción de la carencia es un error del sujeto. Por ende, la vida no necesita de las imposiciones sociales que intentan modelar su cauce. Esta perspectiva tiene seguidores hoy en día. Bauman ha indicado de manera bastante aguda y polémica;
“La imagen mítica promocionada por Occidente de que un mundo sin burocracia ni conocimientos modernos estaría regido por la “ley de la selva” o “la ley del más fuerte” nos demuestra, por una parte, la necesidad que la burocracia moderna tiene de legitimarse a sí misma, cuando se dispone a destruir la competencia de normas que derivan de impulsos e inclinaciones que no controla y, por otra parte, hasta qué punto se ha perdido y olvidado la prístina capacidad humana para regular las relaciones recíprocas basándose en la responsabilidad moral. Lo que, por lo tanto, se presenta como salvajismo que hay que domesticar y suprimir puede resultar ser, después de un cuidadoso examen, el propio impulso moral que el proceso civilizador intenta neutralizar y sustituir por las presiones controladoras que emanan de la nueva estructura de dominación. Una vez que se deslegitimaron y paralizaron las fuerzas morales generadas espontáneamente por la proximidad humana, las nuevas fuerzas que la sustituyeron adquirieron una libertad de maniobra sin precedentes. Pueden generar, a escala masiva, una conducta que sólo los criminales que están en el poder pueden definir como éticamente correcta.” (Bauman. 1998: 259)
Para Bauman el proceso socializador -con su racionalización inherente- socava las bases de la proximidad dadas en la vida cotidiana[4]. Ella es fuente de una moralidad autosustentada, que es la mejor protección contra los crímenes que suponen la dominación y destrucción del otro.
En este enfoque, la vida cotidiana se presenta en oposición al avance civilizador, que impone sus propios códigos de conducta, lo que desde el cinismo equivale a la entronización del nómos. Más aún, Bauman entrega elementos que sugieren que el utopismo puede entenderse como la extrapolación radical de la civilización consumada, donde las relaciones de dominación se encuentran plenamente desarrolladas[5]. El jardín perfecto cuidado por un Estado jardinero también perfecto. Sin entrar en la cuestión de sí la proximidad, en el contexto de la vida cotidiana, es lo suficientemente fuerte como para servir de base a una moralidad más tolerante y respetuosa, lo que interesa destacar es la visión del proceso civilizador y el rol del utopismo en su interior. No deja de ser llamativo que tanto en el espíritu que anima al cinismo griego, y también la perspectiva baumasiana, se desmonte la base que supone que la ley social se constituye en un factor de progreso e integración, lo que sería un bien para la humanidad. Lejos nos encontramos de las narrativas que pretenden que la modernidad es el avance de la razón en un mundo siempre agresivo. Al contrario, el mundo premoderno se muestra bajo una nueva faz, menos sometida a los dictados de la dominación. Un mundo que careciendo de los instrumentos conceptuales modernos, entre ellos el utopismo, estaba menos propenso a la violencia y en una relación más próxima con la naturaleza.
Desde este punto de vista, el lógos ilustrado es un desastre. Sin embargo, la agudeza de esta visión, que ciertamente pone en la picota al utopismo, olvida un elemento al cual no se ha respondido. El mundo de la physis está efectivamente cerrado en los ciclos del destino, como un círculo que impone su propia dominación y que trasluce su mimesis en el mundo social. Por eso resulta poco verosímil el poder que Bauman le atribuye a la sociabilidad densa y a la vida cotidiana como referente de una moralidad. Ésta sólo podía sostenerse en el temor a las deidades como guardianas de los peligros que la razón era capaz de desatar. En este sentido, a pesar de que pueda considerarse que la respuesta moderna no es la mejor, es una respuesta planteada a un problema preexistente, a menos que se arguya que tal problema o bien no existe o está mal planteado. Dicho problema tiene asidero en el reconocimiento de las relaciones de dominación como algo naturalizado, que encuentran sus arquetipos en la physis y se reflejan como relaciones sociales inmutables. La respuesta ilustrada es la de crear un nuevo poder que sirve de base al sí mismo como una entidad delimitada, prístina para sí misma en su racionalidad y que se expande en un mundo carente de lógica. Una realidad caótica a la cual se propone transformar en un cosmos. Igualmente dicha respuesta recoge un temor y dolor respecto de la finitud y la privación, que son el material con el cual trabaja el utopismo.
Bibliografía.
  • Bauman, Zygmunt. Modernidad y Holocausto. Madrid, Sequitur. 1998.
  • Benjamin, Walter. “Para una crítica de la violencia.” En Angelus Novus. Barcelona. Edhasa. 1971.
  • Dubois, Page. El concepto de sujeto en el pensamiento feminista actual. En F. García Selgas y J. Monleón. (Editores) Retos de la postmodernidad. Ciencias sociales y humanas. Madrid, Trotta. 1999.
  • Horkheimer, Max. y Adorno, Theodor. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid, Trotta. 1998.
  • Jameson, Fredric. La utopía de la postmodernidad. En utopía(s). Seminario internacional. Santiago, MINEDUC, División de Cultura. 1993.
  • Oyarzún, Pablo. El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía. Santiago. Dolmen. 1996.
    Citas:
[1] Doctor en Filosofía. Universidad Complutense de Madrid. Magíster en Filosofía Política y Axiología. Universidad de Chile. Este texto forma parte del proyecto posdoctoral 3050013 –financiado por FONDECYT- titulado “Crisis de la interpretación de la modernidad en la teoría crítica. Una mirada desde la fluidez ontológica.”
[2] No deja de llamar la atención la preferencia cínica por la vagancia -metafórica y concreta- y su rechazo del viaje como una actividad formadora de la subjetividad. Para Diógenes el viaje es desmesura y voracidad. Unas sugerentes implicancias actuales de la identidad como producto del viaje o del arraigo pueden encontrarse en Page Dubois (1999). Puede presumirse que lo que se critica es la búsqueda de algo propio en la exterioridad, algo que ya está en lo dado en la propia situación.
[3] En referencia a como Diógenes adultera la moneda, siguiendo literalmente el designio del oráculo. Acto con el que rompe el orden establecido y comienza su iniciación filosófica.
[4] Bauman en la página 233 aclara: “El proceso de socialización consiste en la manipulación de la capacidad moral, no en su producción...Una vez que se rechaza la explicación de la tendencia moral como un impulso, consciente o inconsciente, hacia la solución del “problema hobbesiano”, los factores responsables de la presencia de la capacidad moral se deben buscar en la esfera social, pero no en la societal. El comportamiento moral sólo es concebible en el contexto de la coexistencia, en el “estar con otros”, es decir, en un contexto social”.
[5] Lo que no deja de ser inquietante cuando se analiza en la genealogía del antisemitismo la presencia de algunos notables utopistas como Fourier y Proudhon. (Ibíd. p. 61)
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