Acaba de aparecer “La melancolía de izquierda y el utopismo espectral” en Pensamiento. Revista de Investigación e
Información Filosófica, indexada en WoS (ex ISI).
* Este artículo recoge parte de los resultados del proyecto FONDECYT 1130903, La globalización y su acción formativa sobre el ethos de la modernidad. Explicación e interpretación a través de los tonos emocionales y transiciones ontológicas emergentes.
Artículo completo en PDF, disponible aquí
El ángel de Melancolía I de
Durero -como indica Doina Constantinescu- es una notable expresión de
la inacción melancólica (2) ya que el conjunto del cuadro está dominado por la
presencia del Dios Saturno también conocido como Kronos. Una deidad caníbal que
devora a sus propios hijos y que también gobierna el tiempo y que luego se le
asociará a la contemplación filosófica. Constantinescu, siguiendo a Panofsky,
nos señala que el renacimiento fue prolífico en crear nuevas imágenes del
tiempo como una entidad destructora personificada en Saturno. Para la autora, su
poder reside en paralizar los sentimientos y afectos a través de una falta de
energía característica de la condición melancólica. Constantinescu sigue una
interpretación esotérica de la cual nos alejamos ya que fija su atención en los
elementos cabalísticos, masones y mágicos entre otros. Sin embargo, su análisis
da cuenta, al igual que el de Saturno y
la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl)
de la intensa interconexión de los elementos del grabado en cuestión.
* Este artículo recoge parte de los resultados del proyecto FONDECYT 1130903, La globalización y su acción formativa sobre el ethos de la modernidad. Explicación e interpretación a través de los tonos emocionales y transiciones ontológicas emergentes.
Artículo completo en PDF, disponible aquí
RESUMEN:
A partir de un escrito de Walter Benjamin se examina I) la noción de “melancolía
de izquierda” para describir el estado emocional de los herederos del marxismo.
Para ello II) se explora cómo la melancolía del romanticismo es sublimada en el
marxismo y emerge luego de su crisis opacando su impulso utópico. III) Posteriormente
se analizan las paradojas presentes en algunas representaciones de la
melancolía para mostrar las tensiones religiosas presentes en el utopismo y cómo
estas se trasladan a la visión de mundo de las izquierdas. IV) Este análisis
nos muestra –desde un punto de vista psicoanalítico- la necesidad de considerar
la muerte de las abstracciones equivalentes propia de la melancolía para
averiguar que es aquello que ha muerto en el pensamiento de izquierdas.
Finalmente, V) se plantea que el modo en que se concibe y desarrolla la
subjetivad fuerte en la cultura moderna es la base de la melancolía de
izquierda y por ello es la puerta de salida de tal condición.
Palabras claves: Marxismo, Walter Benjamin, Durero, modernidad, subjetividad.
Palabras claves: Marxismo, Walter Benjamin, Durero, modernidad, subjetividad.
Melancholy left and
spectral utopianism.
ABSTRACT: From a review of Walter Benjamin discussed I) the notion of
"left melancholy" to describe the emotional state of the heirs of
Marxism. To do II) explores how the romantic melancholy is sublimated in
Marxism. Then how this melancholy returns overshadowing his utopian impulse.
III) After the paradoxes of some representations of melancholia are analyzed to
show the religious tensions in utopianism and how these are transferred to the
worldview of the left. IV) This analysis shows, from a psychoanalytic point of
view, the need to consider the death of the "equivalent abstractions"
own melancholy, to find out what is it that has died in leftist thought. Finally
V) the way it is conceived and developed strong subjetivad in modern culture is
observed is the basis of melancholy left and it is the exit of such a
condition.
Key words: Marxism, Walter Benjamin, Dürer,
modernity, subjectivity.
I.
Introducción.
Uno de los temas más relevantes y al mismo tiempo más desatendido es el
tipo de emociones que las distintas orientaciones políticas expresan en base a
sus perfiles ideológicos. Dicho tema fue recurrentemente abordado por la
sociología del conocimiento desde la obra inaugural Ideología y utopía de Karl Mannheim. En este sentido, la tonalidad
emocional se abordó como una cuestión de identidad que enlazaba tanto lo
colectivo como lo personal en un cauce relativamente coherente y disponible
para la acción política. Sin embargo, el sustrato emocional de la política fue
dejado de lado al primar enfoques más instrumentales, sistémicos o simplemente
racionalistas. Creemos que es necesario volver la mirada sobre este campo ya
que la política es evidentemente también una cuestión que moviliza –para bien o
para mal-emociones. En el caso de las izquierdas su tono emocional
tradicionalmente estuvo marcado por la fuerza de la voluntad fundada en el
optimismo en el progreso y su teleología implícita, como queda ejemplificado en
el famoso cuadro La Libertad
guiando al pueblo pintado por Eugène Delacroix en 1830. El campo semántico
propio de la izquierda estuvo marcado por las nociones de esperanza, progreso,
revolución, utopía.
Sin embargo, el panorama actual de la izquierda heredera del marxismo
no encaja con la visión antes descrita. Incluso para aquellos que abogan por
una interpretación de la situación actual bajo los paradigmas posmodernos la
melancolía sirve de núcleo de articulación frente al optimismo de la
modernidad. Sin embargo, la melancolía ya estaba presente en los análisis de
Walter Benjamin. En efecto, el término “melancolía de izquierda” fue acuñado como
título de una reseña homónima que
el autor hizo de un libro de poemas de Erich Kästner en 1931 (Left-Wing Melancholy)[1].
Allí Benjamin
fustiga la obra de Kästner –uno de los intelectuales más representativos de la
República de Weimar- y la acusa de ser producto y representación de una
melancolía muy especial que sufre una parte de la intelectualidad de izquierda.
Esta melancolía tiene como consecuencia dejarse llevar por el pesimismo
existencial, nutrirse y gozar de una “insana tortura” que se manifiesta en un
radicalismo intelectual cercano al nihilismo y que conduce a la inacción
política. La mirada de Benjamin en este texto es más cercana al debate político
que a la crítica literaria, ya que lo que está en juego –según su perspectiva-
es el modo en que la intelectualidad de izquierda se relaciona con la política.
La dura crítica a Kästner es una respuesta a una intelectualidad que crea
objetos banales para el consumo de la cultura de masas que pretenden tener una
impronta progresista, pero que carecen de valor revolucionario (29). En ese
sentido Benjamin indica que esta “inteligencia radical de izquierdas” desde el
punto de vista político crea clichés en vez de partidos, en el campo de la
literatura crea modas en vez de escuelas y en la esfera económica se dirige a
“agentes” y no a los productores (trabajadores).
Benjamin
señala cómo en la poesía de Kästner la melancolía y la insatisfacción están
basadas en el peso de la rutina y el aburrimiento que hace que incluso su ironía
y rebuscado lenguaje lleguen a ser rutinarios. Por ende su relación con el
mundo de lo político se basa en la subestimación del adversario y en la
búsqueda de la entretención donde el arte mismo se convierte en mercancía. De
allí que compare desfavorablemente a Kästner con Bertolt Brecht.
En un plano más general Benjamin acusa a este radicalismo de izquierda de completa
ineficacia política, ya que se sitúa “a la izquierda de cualquier posibilidad”,
ya que su ethos se caracteriza por el ensimismamiento en una calmada
negatividad ante el mundo. Ello conduce a que su desarrollo intelectual gire en
torno a la crítica sin tener la capacidad de articular propuestas. Para el
autor este nihilismo es una variante de la desesperación que se destaca por el
cultivo de la “estupidez atormentada”, siendo la última metamorfosis de la
melancolía tras dos mil años de historia (30). Como vemos la crítica de
Benjamin es tajante, despiadada y no teme involucrarse en la coyuntura.
La
importancia de haber abarcado las características del ethos cultural de la
izquierda en dicho concepto se debe a que Benjamin penetró profundamente en la
melancolía al construir su genealogía en El
origen del drama barroco alemán y en sus Fragmentos sobre la historia (1995)[2]. El
concepto de melancolía de izquierda ha sido rescatado, varias décadas después,
para describir el profundo impacto emocional provocado por el derrumbe del
socialismo real en la cultura y lo que queda después de la presunta muerte de
la utopía. David Gross utilizó esta imagen para vincularla al declive de las
ideas progresistas de fines del siglo XX implicando al conjunto de las opciones
políticas modernas, incluido el sujeto liberal (112-121). Por su parte, Serra y
García Selgas retomaron el concepto para su reinterpretación en el contexto de
la crisis de la izquierda tras la caída del muro de Berlín y lo que supuso para
el socialismo en general (35). Similar enfoque utiliza Helmut Dubiel poniendo
énfasis en la reacción de la intelectualidad de izquierdas (Dubiel 241-249).
En un
sentido más amplio Martin Jay también reutilizó el concepto desde una óptica
culturalista (1992) y Stuart Hall, por su parte, estudió las condiciones que
llevaron a la fundación de la Nueva Izquierda como respuesta al despotismo
soviético (163-182). Wendy Brown reorientó el concepto para abarcar las
democracias liberales y las contrariedades que supone para la política liberal
hacerse cargo de renovar la idea de progreso (Politics
out of history), cuestión retomada luego por Adrian Little (2010).
Christian Gundermann, por su parte, extrapoló el concepto de melancolía de
izquierda y lo reelaboró como un efecto traumático de las dictaduras militares
en América Latina (Actos melancólicos. Formas de
resistencia en la posdictadura argentina). George M. Shulman, en cambio,
ha usado el concepto en el contexto de la política imperial estadounidense y sus
implicaciones para la globalización (American
Prophecy. Race and Redemption in American Political Culture). Por otra
parte, esta idea -como tono cultural amplio- ha sido utilizada para indagar en
la licuefacción del marxismo y el mundo de izquierdas en general (Konder 1999. Jameson
2009. Scribner 2003).
Como
puede verse esta influencia ha sido perdurable a pesar de que se trata de un
concepto aparecido en una reseña menor y poco conocida. Su impacto radica en
haber tocado una realidad de la cultura de izquierda de un modo ciertamente
inquietante para quienes se sienten identificados con ella. En este sentido
nuestro objetivo en este texto es analizar la melancolía de izquierda como una
afección de la subjetividad moderna que se origina en las paradojas creadas por
la importancia del utopismo. Dicha importancia la podemos rastrear en la larga
duración histórica del pensamiento de las diversas izquierdas, especialmente
las ramas derivadas del marxismo. Vemos una relación tensa entre el auge y
posterior crisis del pensamiento utópico de izquierdas y la melancolía de
izquierda como respuesta ante la imposibilidad de concretar el contenido de sus
utopías. En consecuencia, responder a la resaca utópica del último siglo es una
tarea ineludible para recomponer el pensamiento de izquierdas y salir del
estado melancólico.
II. La melancolía
romántica y su vínculo con el marxismo.
La melancolía ha sido objeto de estudio desde muy antiguo y llama la
atención la unidad de significado que ha tenido durante siglos. En castellano el
Nuevo tesoro lexicográfico
de la lengua española (NTLLE)
nos informa que ya en 1607 aparece el lema Melancolía
con prácticamente las mismas características que hoy le asigna el diccionario
de la RAE, lo cual resulta muy interesante. Se le asocia a la presencia de la
bilis negra (Atrabilis) que produce “una
tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o
morales, que hace que el sujeto no pueda encontrar gusto ni diversión en
ninguna cosa”. Igualmente se destaca el carácter obsesivo (monomaniaco) en
que “dominan las afecciones morales
tristes”. La clásica obra de Richard Burton “Anatomía de la melancolía” escrita entre 1621 y 1652 abunda en esta
descripción y rastrea de forma enciclopédica, obsesiva y como autoanálisis, los
distintos derroteros de la melancolía. También podríamos remontarnos al propio
Hipócrates y Aristóteles, pero entendemos que una visión histórica de la
melancolía resulta aquí imposible e innecesaria al existir obras contundentes
como Saturno y la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl).
Como ya se
ha indicado, quisiéramos apuntar a la melancolía como afección de la
subjetividad. En efecto, parte importante de la caracterización de la
modernidad, independientemente de sus vertientes filosóficas, consiste en
afirmar el primado de una subjetividad en sentido fuerte que es capaz de asumir
la vida como un proyecto guiado por la razón. Como se sabe la raíz del término “sujeto”
proviene del latín subiicĕre que significa “poner
debajo, someter” lo que implica una entidad caracterizada por una voluntad
de poder. Recordemos que lo que se pretende someter es la naturaleza en una
doble acepción; la naturaleza interior entendida como las propias pasiones y
los deseos que tienen una dinámica inconmensurable y, por otra parte, la
naturaleza exterior representada por los estados de privación en un mundo
percibido como amenazante y que debe ser dominado en un proceso de creciente
domesticación. La domesticación del mundo y de sí mismo es una acción de
despliegue del ser humano en que la vida se presenta como acción y proyecto. En
efecto, la naturaleza humana misma es entendida como acción transformadora y
productiva que puede evaluarse por lo que llega a ser, y no por lo que se posee.
En eso podemos encontrar un consenso que va desde Spinoza a Benjamin pasando por
Hegel, Goethe y Marx[3].
En
efecto, como destaca Fromm en su análisis de los Manuscritos Económico-Filosóficos de Marx (Marx y su concepto del
Hombre. 40) existe
un fuerte énfasis en el carácter positivo de entender la vida como una tarea y
un proyecto, lo cual permite ir reduciendo la distancia entre lo que se
entiende como la esencia humana y su existencia concreta. En este sentido los Manuscritos no serían una excepción de
la corriente principal de la modernidad respecto de este punto, sino una
expresión más acabada que apunta a su expresión real. Dicho de otro modo, al
observar –por ejemplo- la subjetividad aprisionada por el dinero ésta se
manifiesta tanto en su aspecto concreto como en su aspecto esencial de formas
eminentemente contrapuestas. Ello conduce a que la subjetividad humana exista
en unas condiciones que impiden su manifestación real, por lo que la vida como
tarea y proyecto se vuelve viable sólo en los estrechos marcos del trabajo
alienado, recortando el potencial humano que para Marx resulta inconmensurable
(146). Y lo que aquí puede decirse de los individuos particulares puede
señalarse también de la sociedad moderna en general, que a través de sus
diversas corrientes políticas intenta encarnar el discurso del progreso.
Michael
Löwy y Robert Sayre han descrito de manera contundente el desarrollo de la
modernidad y su núcleo ilustrado y han mostrado como el romanticismo implicó
una respuesta global a dicho núcleo que se expresó en campos tan disimiles como
la poesía, las artes y la filosofía. Para los autores dicho enfrentamiento
tiene una cara bifronte marcada tanto por la rebelión como la melancolía y
ambos aspectos se combinan en medidas desiguales en romanticismos más
específicos, que van desde el romanticismo conservador, restaurador y
reformista al romanticismo jacobino, populista, libertario y también, aunque
suene extraño, marxista (Rebelión y melancolía. El romanticismo como contracorriente
de la modernidad).
Lo que en el fondo Löwy y Sayre nos muestran es que el romanticismo constituye
una extensa respuesta al avance de la civilización moderna, sus revoluciones
industriales[4], el mercado y en definitiva,
parafraseando a Marx en el Manifiesto
comunista, el continuo juego en que todo lo sólido se desvanece en el aire.
De este modo la melancolía aparece integrada en una respuesta más amplia y
profunda, pero no por eso más clara o enmarcada en un programa político
definible. Si el romanticismo muestra la amplitud antes señalada eso también
afecta a uno de sus rasgos definitorios como lo es la melancolía. En consecuencia,
podemos indicar que a cada uno de los romanticismos no sólo correspondería una
distinta dosis de la atrabilis o bilis negra que caracteriza a la melancolía,
sino que la misma tendría matices diferentes.
En
el caso del marxismo, como indican los autores, la actitud hacia el romanticismo
y por derivación respecto de la melancolía es de ambivalencia, lo que se debe a
la influencia de la Ilustración en las diversas ramas del marxismo. Los autores
reconocen que tanto Marx como muchos de sus discípulos fueron capaces de
integrar de manera eficiente la crítica romántica a la modernidad, de modo que
la rebelión ante el nuevo orden emergente fue incluida en la imagen de la
revolución. De este modo el conjunto de emociones generadas por la sensación de
pérdida del pasado de supuesta confraternidad comunal fue reorientado a un
deseo de redención del futuro, por lo que el marxismo fue uno de los artífices
principales en el cambio de la cronoestructura moderna.
En
dicho proceso la melancolía de cuño romántico quedó ciertamente desfasada,
porque la revolución se convirtió en una promesa de rescate y superación del
pasado. La postración y el lamento melancólico dejaron de tener sentido en la
medida que se ofrecía una salida que integraba las tensiones internas de la
modernidad y les daba un nuevo sentido de trascendencia. Para que ello
resultara se necesitaba poner en acción a la subjetividad de un modo que
recogiendo la tradición moderna fuera más allá, ya que como el mismo Marx había
indicado en su célebre tesis XI sobre Feuerbach de lo que se trataba era de
transformar el mundo, ya que la simple labor de interpretarlo era insuficiente.
Por
ende lo que hoy vemos como un inusitado voluntarismo –que por cierto no es sólo
aplicable al marxismo- tiene una dimensión más profunda en que la subjetividad
se lanza al mundo con una vocación trasformadora y convencida de que puede disponer
de los elementos para una tarea prometeica. Son muchos los hitos que muestran
como la acción política, a pesar de la adversidad, crea nuevas realidades. Esto
queda de manifiesto en la formaciones de las Internacionales obreras, el
advenimiento del leninismo como una nueva tecnología de lo político, la
ampliación de la base filosófica y social del marxismo que incluso absorbe a
sus antiguos compañeros de ruta. Todo ello va conformando lo que Ernst Bloch
denominó la subjetividad militante que, en resumen, implica la encarnación en
la vida cotidiana de una visión utópica que da sentido, relato y unidad
existencial.
Sin
embargo, como señala Perry Anderson en sus Consideraciones
sobre el marxismo occidental (94), a partir de la segunda década del siglo
pasado la energía del marxismo clásico comenzó a agotarse justamente cuando se
producía su mayor éxito; la consolidación de la URSS. Las terribles
experiencias de la I Guerra Mundial, la transformación totalitaria de la
Revolución de Octubre, la ausencia de otro foco revolucionario en Europa y
posteriormente el ascenso del fascismo y el nazismo centraron sus
preocupaciones en aspectos totalmente nuevos. Anderson indica como factor esencial
de esta nueva generación de marxistas –de la cual forma parte Benjamin y la
totalidad de la Escuela de Frankfurt entre otros- la desconexión entre su
actividad teórica y su vida militante. Para el autor este no es un problema
meramente biográfico, ya que la epistemología marxista supone la existencia de
una relación fluida entre una teoría revolucionaria y una actividad política
tal que permita una sana sinergia entre ambas.
Anderson rastrea a cada uno de los autores
marxistas europeos relevantes en la primera mitad del siglo XX y señala la
desproporcionada cantidad de filósofos y académicos en desmedro de otras
miradas más vinculadas al análisis empírico en la sociología, la economía, la
historia y especialmente el análisis político. Esto trajo como consecuencia un
predominio especulativo que favoreció la emergencia, por ejemplo, de la
estética marxista y un análisis de la cultura burguesa convertida ahora en
cultura de masas[5]. Ello en desmedro de un
estudio más específico de la cultura obrera en particular, salvo en Inglaterra,
así como una mezcla con otras corrientes de pensamiento como el psicoanálisis y
la teoría sociológica weberiana.
Este
desarraigo de la vida política activa y contingente supuso un giro culturalista
en el marxismo occidental que prevalece hasta hoy y que para Anderson tiene un
componente más profundo. En efecto, más allá de los matices que separan a los
diversos exponentes del marxismo occidental lo que los une es un profundo tono
emocional pesimista a diferencia de sus predecesores del marxismo clásico (110).
La melancolía, para Anderson, es una nota característica de la Escuela de
Frankfurt y también de la obra de Benjamin, que usan un lenguaje impensado para
el entorno más inmediato a Marx. En este sentido tanto el pesimismo como la
melancolía son una corriente subterránea de este nuevo marxismo que lo ira
modelando en las décadas venideras y que se acentuará finalizada la II Guerra
Mundial. En efecto, el talante romántico, y su matiz específicamente melancólico,
que el marxismo clásico había integrado de manera eficiente parece haberse desencajado
de una visión unitaria de la realidad como un proyecto a concretar. Como señala
Anderson, los intelectuales ligados al marxismo occidental se formaron en la
derrota, con plena conciencia de los problemas que implicaba el socialismo en
la URSS, además vieron con estupefacción el surgimiento del fascismo y luego la
notable capacidad de reinvención del capitalismo[6].
El
origen de la condición melancólica del marxismo occidental estaría entonces, en
principio, en la derrota política tanto frente a los adversarios externos como
a nuevos adversarios internos representados por la cultura del estalinismo.
Ello puso en jaque al impulso utópico propio del marxismo clásico afectando
centralmente su noción de subjetividad fuerte. De este modo la melancolía puede
entenderse ante todo como una incapacidad de la subjetividad para realizarse, como
una potencia que se vuelca a la transformación racional del mundo desde una
perspectiva socialista y emancipadora, pero que reintroduce nuevas formas de
dominación.
En este contexto cobra sentido la expresión “melancolía de izquierda”,
acuñada por Benjamin, que describe el radicalismo y nihilismo de izquierdas de
la época de la República de
Weimar y que luego se ha extendido para
designar una modalidad de crisis de la izquierda extensible al conjunto de la
modernidad. Resulta evidente la particular afinidad entre Benjamin y Anderson
para explicar el estado emocional de la izquierda, particularmente en cuanto a
su ineficiencia política y su tendencia a la especulación. Parece una obviedad
señalar que tanto el conservadurismo y el liberalismo no parecen estar en
crisis al modo en que lo están las diversas izquierdas, al menos no en cuanto a
su tono emocional. Al contrario, su auge y euforia es correlativo a los
estertores de su adversario histórico. La melancolía de izquierda tiene una
dimensión más importarte que ser expresión de una crisis de amplias
repercusiones en el ámbito de las alternativas políticas modernas. Dicha
condición se revela como una crisis de la propia subjetividad moderna, y
particularmente como un agotamiento de las fuerzas emancipadoras radicadas en
la herencia de la Ilustración y en los diversos utopismos. El centro de dicha
melancolía es justamente el agotamiento del utopismo tal cual lo hemos conocido
y su filosofía de la historia.
III. Los ángeles melancólicos.
El utopismo del marxismo se basa, como hemos indicado, en la idea de un
progreso teleológicamente orientado, pero que desborda a quienes lo han puesto
en marcha y también a quienes pretenden comandarlo. Pero lo que acontece como
catástrofe no es sólo algo que implique a la visiones de izquierdas, sino que
también abarca al conjunto de la modernidad independientemente de la matriz
ideológica sobre la que se articule.
Benjamin lo graficó recurriendo a la imagen del ángel de la historia
que retrocede ante el horror de la catástrofe en que se ha convertido el progreso
(La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la
historia 53) y evoca indirectamente –como señala García y Serra (37)- el
famoso grabado de Durero Melancolía I, como representación
de este estado, que alude a una tristeza frente a la caducidad de las acciones
humanas. El ángel de Durero, a diferencia del creado por Paul Klee que inspiró
a Benjamin, está rodeado por símbolos que representan el mundo del conocimiento
y la técnica humana que tienen poco sentido frente a la convicción de la
superioridad de la naturaleza, en particular la acción devoradora del tiempo.
Incluso la condición trascendental del ángel se manifiesta contradictoria en la
situación representada, ya que mira en lo lejano el nombre de la melancolía
intentando comprenderlo por medio del discurso que desganadamente escribe.
Angelus Novus, Paul Klee. |
A nuestro modo de ver, Durero planteó su obra de manera que cada
elemento particular sirviera de entrada holográfica a la totalidad de la obra.
Ello provoca un peculiar efecto que es al mismo tiempo recursivo y sinérgico.
El grabado está intensamente poblado de objetos alegóricos que aludiendo a sí
mismos remiten recursivamente a los otros. Ejemplo de ello son los utensilios
abandonados que apuntan a la inutilidad de un conjunto de actividades tanto
artesanales, constructivas e intelectuales. Ello es claro en las herramientas
de construcción que evocan la potencia del trabajo manual, así como los objetos
de medición del tiempo y del espacio, además de representaciones de objetos
geométricos que apuntan a la abstracción pura y que ahora se ven carentes de
sentido, ya que quién debe usarlos se encuentra en un estado de impotencia.
Tanto para Constantinescu (7), como para Klibansky, Panofsky y Saxl (389)
el ángel melancólico de Durero supone una suerte de renuncia humanística a la
actividad en pos de la meditación y la contemplación. Sin embargo, nos parece
que la actitud del ángel es otra. Su actitud manifiesta frustración en la
medida que ha recorrido cada una de las actividades simbolizadas en el grabado.
En este sentido, los objetos abandonados son suyos y testimonian que no han
sido instrumentos adecuados para lograr lo que su dueño buscaba. Por ende los
instrumentos, ya sea los de la abstracción geométrica -referencia a la
matematización del mundo-, los de la construcción artesanal que permiten
transformar la naturaleza en artificio y los esotéricos -que permitirían
vislumbrar los misterio más profundos- parecen no abarcar lo que el ángel busca.
Nos parece que en este espacio intensamente recursivo hay un detalle
llamativo: la presencia de dos relojes; uno de sol y otro de arena. Ambas
representaciones del tiempo evocan significados bastante diferentes que añaden
una tensión estructural al conjunto. El reloj de sol es una entrada holográfica
que vincula la experiencia del sujeto a una dimensión cosmológica de un tiempo
infinito, que en el caso de la melancolía no fluye como debiera. Es la presión
del tiempo definida por Saturno tanto en su cara devoradora como trascendental.
Esta visión coindice con la idea cristiana del tiempo sostenida en hitos
trascendentes como la creación del mundo, la venida del Mesías y su crucifixión
y el Apocalipsis. De modo que en el reloj de sol nos encontramos con una
síntesis del tiempo cosmológico entendido como un ciclo infinito –detenido en
este caso por la melancolía- y la visión lineal y progresiva del tiempo
cristiano. Por otra parte, el reloj de arena es una entrada holográfica
diferente que nos muestra el tiempo en una dimensión existencial, es decir el
tiempo como algo que se nos acaba inexorablemente culminando con la muerte, de
modo que su fluir es siempre una pérdida. Así el reloj de arena es uno de los
varios memento mori del grabado, pero
en referencia al reloj de sol. Ambos relojes, como hemos indicado, son entradas
holográficas sobre el mismo objeto, pero en sentidos diferentes (cosmológico y
existencial) que amplifican una tensión no resuelta en la obra cuyo centro es
el ángel.
Este reproduce dicha tensión en su relación con otro personaje
secundario, el querubín, el cual representa la infancia en tanto promesa de una
vida que comienza en contraposición con el agotamiento del ángel.
Constantinescu (19) interpreta al querubín como una imagen secundaria que
representaría a la imaginación melancólica. Sin embargo, creemos que es más
coherente ver al querubín y al ángel como la expresión del mismo sujeto en dos
momentos y perspectivas vitales diferentes; la de la infancia inocente que
tiene todo el mundo por estrenar y por ende se enfrenta a cada experiencia
desde la novedad y la del individuo maduro –atrapado en la melancolía- que se
dedica a la contemplación del mundo con cierta desidia y distancia, consciente
de sus limitaciones y finitud. Nuestra diferencia con Constantinescu se
profundiza en la medida que interpreta la oscuridad predominante del cuadro
como una expresión infernal. Por el contrario, consideramos que la fuerza de la
oscuridad es metáfora de la interioridad psicológica. La luz es acción divina o
de la razón que proviene de fuera, de un Otro ausente. La luz interior en sus múltiples
expresiones (alma, razón) se encuentra bloqueada por la inhibición frente a la
acción que implica la melancolía Ello marca a un carácter como oscuro en donde
el infierno sería la propia psiquis.
En este sentido debemos hacernos cargo de la ambivalencia evidente de
la iconografía de los ángeles como representación de una existencia
trascendente, que gozan del acceso a la divinidad pero al mismo tiempo
representan el otro extremo; la caída. En efecto, los ángeles representan en sí
la ambigua relación de los humanos con el Dios del Libro (Judaísmo, Cristianismo
e Islam). Una ambigüedad que va desde los sumisos súbditos, mensajeros y
adoradores de Dios hasta los rebeldes, exiliados e iconoclastas.
Dicha ambivalencia alcanza a la figura de Durero, ya que a pesar de su
postración el ángel es una buena representación de la imagen utópica que
intenta reunir en sí la fuerza y determinación moderna por construir un mundo
sólido. Pero tiene como una característica añadida la capacidad del vuelo,
condición desde muy antiguo asociada a las deidades. Capacidad sobrehumana que
sugiere el desprendimiento del suelo, como representación de la realidad que
conocemos y que es superada por una nueva visión privilegiada del horizonte
temporal. En este sentido, la figura angelical es una proyección radical de lo
humano, que está impregnada de modernidad y que, por su misma condición
existencial, tiene acceso al conocimiento de lo divino, y aun así sufre de
melancolía. El ángel de Durero ha renunciado a la búsqueda de respuestas, no
alza el vuelo. Por el contrario, su actitud es más cercana a la tierra, rodeado
de sus objetos recientemente abandonados, porque se han manifestado como
inútiles para la tarea de comprender y alterar la propia caducidad. Desde
nuestro punto de vista, la representación se vuelve espectral porque lo que se contempla,
paradójicamente, es la muerte de algo que no existe.
IV. La muerte de las
abstracciones equivalentes.
Para
descifrar este enigma podemos recurrir a las categorías psicoanalíticas, ya que
Freud describió la melancolía como la reacción a la pérdida de un ser amado
existente y concreto y también como la pérdida inesperada e irrecuperable de
una abstracción equivalente como la libertad, un ideal, etc. En tal sentido, la
lista de abstracciones equivalentes que forman parte de la melancolía moderna
es larga: los utopismos, el progreso, el relato de la Humanidad, etc. Estos
elementos fueron las piedras angulares de la construcción de sentido social y
personal y por ello ocupan un lugar privilegiado en el tono emocional melancólico.
Freud señala en Duelo y Melancolía;
“la melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo
profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la
pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la
disminución del amor propio.” (241)
En la
melancolía, a diferencia del duelo, el principio de realidad se ve derrotado ya
que el Yo se niega a aceptar que el objeto ha desaparecido cobrando un aspecto
espectral. Por otra parte es nota característica de la melancolía una profunda
perturbación del amor propio expresado en un importante empobrecimiento del Yo
de quien la padece. En este sentido Freud nos indica que el melancólico se
considera indigno de la estima social, incapaz de producir algo valioso y por
ello se considera a sí mismo moralmente condenable. Otra diferencia notable
entre el duelo y la melancolía es que en el primero se pierde realmente un
objeto -claramente distinguible e independiente del Yo- mientras que en la
melancolía la pérdida se ha producido en el propio Yo.
En
efecto, una parte del Yo –la conciencia moral o Súper Yo- se sitúa enfrente de
la otra y la crítica como si fuera un objeto (245). Lo paradójico es que el
individuo lleva a cabo una intensa autocritica que en realidad se dirige a otra
persona o abstracción equivalente, pero en el contexto de la melancolía aparece
como si estuviera radicada en su propio Yo. El resultado global es la
postración y el debilitamiento de la pulsión propia de todo ser a mantenerse
con vida, lo que puede terminar en el suicidio del melancólico.
Siguiendo
a Freud, la muerte de los seres queridos o las abstracciones equivalentes son especialmente
propicias para hacer surgir la ambivalencia de las relaciones amorosas. Dicha
ambivalencia es mucho más amplia en la melancolía que en el duelo, ya que quién
la padece experimenta la culpa de haber deseado la desaparición del objeto
amado o incluso ser culpable de ella. En efecto, se desea mantener el amor al
objeto amado –ahora ausente- pero dicho amor adopta una forma narcisista que se
expresa en odio inconsciente al objeto. Ello produce una satisfacción sádica en
el melancólico que se trasmuta en un placentero tormento de sí. Nótese que Benjamin
utiliza una imagen semejante al referirse al ensimismamiento y el gozarse en
una “insana tortura” que sólo puede ser calificada como estupidez atormentada.
En un
duelo normal la realidad lentamente demuestra, ante la evocación de los
recuerdos y esperanzas, la definitiva inexistencia del objeto. Eso acontece
porque los recuerdos y esperanzas son los verdaderos puntos de contacto entre
la libido y el objeto que deben ser cortados en el trabajo del duelo. Es aquí,
ante tal evidencia de la realidad que el Yo decide abandonar sus lazos con el
objeto si no quiere extinguirse con él, cuestión que no sucede con la
melancolía debido a su ambivalencia inherente. Además esta ambivalencia hace
que la melancolía pueda aparecer en muchas más ocasiones que el duelo, que se
manifiesta ante pérdidas puntuales y concretas (253).
En
resumen, para Freud el núcleo de la melancolía radica en el proceso mediante el
cual el sujeto elabora una investidura libidinal sobre un objeto, la que
posteriormente se retrotrae al lugar del Yo del cual proviene. Esta retirada de
la libido puede tornarse consciente como si fuera un conflicto entre una parte
del Yo y la instancia crítica. Sin embargo, lo fundamental del proceso de la
melancolía permanece oculto para quien la padece. Ello porque queda preso de la
perspectiva del conflicto antes descrito, faltándole una perspectiva aérea que
le dé acceso a una mirada de conjunto. En efecto, la melancolía tiene tres
premisas básicas; la pérdida del objeto (la muerte de un ser querido o una
abstracción equivalente), la ambivalencia de los vínculos amorosos y finalmente
la regresión de la libido al Yo. Sabemos que las dos primeras aparecen en los
procesos de muerte, mientras el tercero tiene una estrecha relación con el
narcisismo y las necesidades que impone tal situación.
Desde nuestro
punto de vista lo que nos interesa es la amplitud de esa ambivalencia
característica de la melancolía, que hace que se manifieste en una variadas
situaciones y que, por ende, pueda desarrollarse a partir de múltiples
abstracciones equivalentes. Como hemos visto a propósito del ángel melancólico
de Durero la contradicción del grabado tiene que ver con una tensión no
resuelta entre la visión de la trascendencia por una parte y la caducidad de
las obras humanas, ya sean producto de la técnica, el conocimiento especulativo
u otra. Creemos que en el grabado la tensión se ve aumentada por “el gran
personaje ausente” a quién parece pedírsele cuentas por la paradoja de la
situación. En efecto, Dios como el gran creador, superior al tiempo, se
manifiesta aquí por la intensidad de su ausencia, ya que todo el discurso
desplegado en Melancolía I es en
realidad una interpelación de las criaturas al Creador.
Sin
embargo, desde un punto de vista moderno nos resulta difícil sostener tales
coordenadas de exploración, por lo que debemos preguntarnos cuál es el “el gran
personaje ausente” que -como abstracción equivalente de los seres queridos-
parece haber muerto desplegando como efecto la melancolía de izquierda. Cabe
indicar que la superposición, propia del renacimiento, entre imágenes de
deidades grecorromanas y cristianas crea situaciones interesantes como las aquí
presentadas, ya que por una parte vemos a un Creador que dispone de un tiempo
ilimitado, pero que inscribe en sus criaturas la finitud. De este modo
pareciera que Durero parece ver justamente en el dios cristiano el rostro de
Saturno.
Como ya
indicamos el utopismo cumple con ese perfil de “gran personaje ausente” en la
medida que se ha constituido en la abstracción equivalente por antonomasia en
donde se reúnen otros múltiples contenidos. En efecto, para la izquierda
heredera del marxismo el utopismo siempre fue un contenido problemático en la
medida que era el contenido reprimido de un ideal de sociedad. Sin embargo, a
pesar del utopismo secreto y ambiguo de los padres del marxismo, éste era más
bien objeto de vergüenza y pudor en la medida que se le identificaba con un
modo de abordar la acción política de modo precientífico, moralista e ingenuo
como quedó graficado en el texto “Del
socialismo utópico al socialismo científico” de Engels. Pero esto no fue
obstáculo para que se desarrollara una corriente cálida de tipo utópico –como
lo describió Ernst Bloch (Vol. I 156) -
en contraposición al frio marxismo de cuño empirista y siempre amarrado a las supuestas
condiciones objetivas. En efecto, el utopismo también presenta una considerable
ambivalencia interna de contenidos, aspiraciones que traspasan generaciones de
modo que, como indica Bloch, existe un “clasicismo utópico” que recoge las
aspiraciones vencidas del pasado que quedan en estado virtual para ser
actualizadas por las luchas del futuro (Vol. I 115). Muchas veces se ha
interpretado este clasicismo utópico como una especie de conservadurismo de
izquierdas que se niega a aceptar las transformaciones de las últimas décadas,
las insuficiencias teóricas del marxismo y las debilidades prácticas de los
partidos y movimientos que se inspiraban en él (Brown,
Resisting Left Melancholy 25). Sin embargo aquí hay una línea sutil que
distingue lo antes señalado de la necesidad de rescatar las energías y
aprendizajes del pasado, lo cual permite también mantener una continuidad histórica
que forma y da identidad[7].
Así el
utopismo se convierte en un eje articulador de las izquierdas, que gracias
justamente a su ambivalencia, permite que muchos vean el reflejo de sus propios
sueños al modo de cómo se integra los deseos particulares en una corriente más
amplia que trasciende al individuo particular y efímero. Nótese que esto sería
lo contrario a la melancolía de izquierda. Por el contrario, estaríamos en
presencia de una acción transformadora animada por los deseos y una poderosa
convicción de la potencia subjetiva. Es como si el ángel de Durero hubiera
salido de su letargo y se hubiera puesto en marcha.
Evidentemente
no se nos escapa que identificar al utopismo y Dios como los “personajes
ausentes” de esta trama implica un conjunto de problemas, aunque tampoco es extraño
este juego de superposiciones. El propio Benjamin jugaba con la idea del muñeco-autómata
llamado “materialismo histórico”, que era imbatible si era auxiliado por un
enano en su interior llamado teología (La
dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia 47). Desde un plano
más general Karl Mannheim nos recuerda que lo que los filósofos ilustrados
discutían en términos racionales la sociedad lo experimentaba como un conflicto
religioso de ondas implicaciones psicológicas, cuestión que luego se trasladó a
las formas modernas de la política (30). La modernidad creyó haber separado lo
religioso de la esfera política a través de la racionalización, sin embargo, lo
religioso siempre estuvo allí de modo difuso, como el enano de Benjamin que
ahora ya no necesita de muñeco o disfraz alguno.
En
efecto, el utopismo desde sus precedentes tempranos –Moro, Campanella, Bacon- supuso
un movimiento decidido hacia el antropocentrismo, particularmente por el hecho
de convertir en un problema político a resolver lo que antes era considerado
voluntad divina o condición del destino. Una de las características modernas es
que todos los problemas humanos se muestran como situaciones a resolver
mediante la razón, lo cual supone arrebatar de la esfera divina la construcción
de la sociedad. En ello radica la animosidad que la Iglesia mostró durante
siglos ante los utopismos de diverso cuño, ya que lo que importaba aquí no era
un diseño especifico de cómo debiera ser la sociedad, sino quien detentaba la
función misma de modelarla. Esto se volvía más complejo en la medida que la
Iglesia pretende tener un fundamento fuera de la Historia.
En un
sentido inverso el avance de los diversos utopismos, como una fuerza secularizadora,
contenía dentro de sí ciertos elementos religiosos. Por ahora avancemos algunos
de ellos; la idea de redención que supone que la vida humana se transforma
mediante la acción política de un modo ontológico, la distinción –parafraseando
a Marx- entre un reino de la necesidad y otro de la libertad, lo cual nos lleva
a dos formas diferentes de entender el sentido de la vida y, finalmente, la
idea de revolución que contiene un aura apocalíptica ligada a un juicio
definitorio de la Humanidad. Estos elementos pueden entenderse de modo secular,
pero bajo ellos podemos reconocer la impronta religiosa que apela a poderosos sustratos
emocionales que no pueden ser comandados por la estructura de poder de las
religiones.
Recordemos que desde los
primeros momentos del cristianismo existió una corriente utópica desarrollada en
base al propio mensaje bíblico y que Bloch integra en la tradición del
clasicismo utópico. Por ello la Iglesia no tuvo más remedio que reprimir el
impulso que había creado propiciando las imágenes del Fin de los Tiempos y
postergar por varios siglos la inminencia apocalíptica. Para conseguirlo
monopolizó el recurso a la profecía que era un instrumento para dar profundidad
o acercar el futuro con sus consecuencias emocionales y políticas. Como ya
hemos indicado, la abundante presencia de los relojes en el arte renacentista denota
la llegada de la melancolía como una nueva sensibilidad ante la caducidad
temporal, que recae sobre todo lo existente y que convive con la fe en la
eternidad cristiana. En esta iconografía tan reveladora, el reloj aparece junto
a la guadaña como otro de los atributos de la muerte.
En el mismo centro de la
Cristiandad, la Basílica de San Pedro, podemos observar el Mausoleo de
Alejandro VI creado por Bernini. Allí la muerte es representada como un
espectro esquelético, arropado con un manto que oculta su rostro, lo que parece
querer indicarnos la imposibilidad de una visión completa de lo que se está
manifestando. Sin embargo, podemos ver sus alas, que evocan la fascinación por
los ángeles, ya sea los caídos o los leales. El paso inexorable de la arena en
los relojes marca el fluir del tiempo como un recurso que se agota de modo
irreversible y su consecuencia es el corte del hilo de la vida por la guadaña.
Muerte y fin del tiempo se unen de manera indisoluble en estas imágenes y son
muy evocadoras de lo que hasta hoy entendemos por el fin del tiempo y que
resulta coherente con las imágenes de los relojes ya analizadas a propósito del
grabado de Durero.
Mausoleo de Alejandro VII, detalle. Bernini. |
Como hemos dicho, la respuesta eclesial frente al
desequilibrio y la tensión insoportable de la inminencia apocalíptica fue
intentar desplazarlo al futuro, abstraerlo del presente y resituarlo en un
tiempo difuso. El efecto indirecto es la melancolía que se extiende debido a la
pérdida de la abstracción equivalente que supone la trascendencia como tiempo
infinito. El férreo control de las profecías por parte de la Iglesia hizo que
la elucubración sobre el futuro se deslizara a los horóscopos y la astronomía,
que recibió un fuerte espaldarazo con el estudio verificable de los cometas. En
efecto, el cielo revelaba fenómenos cíclicos, un cierto orden, que debería
reflejarse en los asuntos humanos. Se produce una ampliación desde el
conocimiento estrictamente sacerdotal y religioso al astronómico, que incluye
nuevos actores y nuevos instrumentos que deben convivir por la presencia, aun
asfixiante, del poder eclesial. Los astrólogos y astrónomos ocupan un lugar
cada vez más relevante en la indagación del futuro, impulsados por el recurrente
retorno de los miedos milenaristas. Tanto los lenguajes usados en la
investigación de los cometas, como sus métodos, demuestran un aumento de la
influencia de la ciencia en la búsqueda de las imágenes del futuro, traducibles
en un avance de la secularización que tiene como ejemplo el trabajo de Laplace (Francescutti 43).
Por su parte el utopismo
también contenía una compleja dinámica propia de secularización. En efecto, el
utopismo desarrolló desde sus inicios una dialéctica interna entre una
formulación como discurso produciendo gran cantidad de obras hasta nuestros
días, creando así el género literario de las utopías. El otro nivel de esta
dialéctica es el impulso utópico que se alimenta de las imágenes bíblicas de
las comunidades cristianas primitivas, sus figuras apocalípticas, mesiánicas y
sus promesas que, aunque escatológicas, funcionan como un sedante frente al
desamparo. Luego el impulso encuentra su forma más estable, como lo indica Mannheim,
en las luchas campesinas del milenarismo, que asentó en las masas populares la
idea de que era posible construir un orden secular de justicia cristiana. Dicha
idea se convirtió en la convicción que se transmitió de generación en
generación y sedimentó fuertemente en una específica forma de religiosidad
popular. Como ya indicamos, aquello que los intelectuales discutían como
teorías sobre la buena sociedad, las masas lo vivían como un problema de índole
religiosa con poderosas implicancias emocionales. Lo que es relevante es que
ambos niveles de esta dialéctica del utopismo funcionaron de manera
interrelacionada para crear las abstracciones equivalentes que movilizaron la
acción política durante los dos últimos siglos.
En estos fenómenos
subyacía la grieta que el cristianismo oficial percibió claramente; que el
reino milenario prometido tenía que arrasar con una realidad que se fundaba en
Dios mismo. En cierto modo, el hombre aparecía como un actor que aceleraría la
redención del mundo y en ese proceso se convertiría en sujeto de la historia. En
consecuencia la utopía es un sueño cosmogónico en el ámbito de la historia ya
que intenta “desfatalizar” el mundo, arrancar al hombre del campo oscuro y
yermo del destino, quitarles a los dioses y los demonios su presa.
A partir de la Revolución Francesa las
abstracciones equivalentes creadas por el utopismo fueron capaces de dar
sentido a la vida de un modo más amplio a como la religión lo había hecho
anteriormente, lo cual se radicalizó desde mediados del siglo XIX. Esto sin
duda supuso una ampliación de la base secular de la política y fue esencial
para el desarrollo de la democracia moderna. Sin embargo, el derrumbe del
socialismo causó como efecto dominó la disolución de la URSS, el desfondamiento
ideológico de la socialdemocracia así como el cuestionamiento de la ideas de
igualdad, justicia y solidaridad, implicando al principio activo de la
transformación social. En efecto, desde la caída del Muro de Berlín la idea de
una melancolía de izquierda parece haberse reinstalado de manera poderosa como
el talante emocional de la izquierda heredera del marxismo, convirtiéndose en
categoría de análisis político.
Llegados a este punto
vemos que la melancolía de izquierda es el producto de una crisis profunda de la
modernidad que nos ha tocado vivir. En esta peculiar melancolía está presente
el agobio y el aburrimiento profundo[8]
como males que involucran una dinámica de menosprecio del mundo, que nace de
una “tristeza de lo presente”. El bien contrario al aburrimiento es la
capacidad de la conciencia de acoger hospitalariamente la otredad, desprovistos
de lógicas de poder. El aburrimiento profundo es causado por esa impotencia de
acoger, de liberarse del poder y se traduce en un horror de sí mismo, a causa
de un tedio de los bienes internos de la propia conciencia.
El
aburrimiento existencial aparece como una consecuencia no intencional de la
intensa estructuración del mundo, que ha buscado eliminar las fuentes de
incertidumbre, ambivalencia y azar. La conciencia moderna, al mirar en su
entorno, lo que encuentra es la proyección de sí misma lo que le ha permitido
–siguiendo a Bauman- crear una isla de regularidades en un mar de azar (Modernidad y Holocausto 278). Ello se experimenta
actualmente como una cárcel donde la repetición de lo conocido es el precio
para exorcizar las amenazas de la diferencia, cuestión sobre la que volveremos
en detalle más adelante.
Todas estas cosas se
conjugaban en la conciencia utópica que pretendía fundar un nuevo presente,
pero sin tomar en consideración que su dialéctica interna contenía tanto un
potencial de liberación como lógicas de poder renovadas. La formulación utópica
se encuentra, por lo tanto, presa de múltiples relaciones de poder que tienden
a transformarse en relaciones de dominación[9]. Todo se
manifiesta como nuevo en la utopía. Muchas veces se ha señalado que no es
posible dar una imagen completa de lo que sería una utopía, ya que el deseado
salto ontogénico y filogenético que ésta implica convierte a toda imagen en un
mal esbozo de lo que está por venir. No por nada el propio Marx se negó siempre
a dar una imagen acabada de lo que sería el comunismo.
La utopía, como se acaba
de indicar, pretende introducir la experiencia del acto original. Un ejemplo paradójico
de las consecuencias que esta tendencia tuvo para la modernidad la podemos
encontrar en Borges y su Utopía de un
hombre que está cansado en donde la saturación de experiencias y
conocimientos hace imposible experimentar lo inédito. El único camino se
encuentra en el olvido que diluye el sedimento que la vida deja como pesada
herencia, sólo así es posible volver a descubrir y asombrarse. Lo paradójico
radica en que en esta peculiar obra las fronteras entre utopía y distopía se
trastocan, ya que la vinculación entre recuerdo y justicia se quiebra
modificando los esquemas tradicionales del utopismo, desembocando nuevamente en
el nihilismo.
Aquí nuevamente emerge el problema religioso del utopismo
que ya hemos observado a propósito de Melancolía
I y que, quizás, nadie resumió de manera tan magistral este reclamo utópico
y existencial frente al dios cristiano como Cioran cuando destacó su
incapacidad para dar cuenta de su propia creación, pero al mismo tiempo
podíamos reconocernos en esa incapacidad por la relación que establecemos con
nuestra propia vida como obra (Historia y utopía
108). Ciertamente, dicho reclamo no forma parte de lo manifiesto
en lo utópico, forma más bien parte de su inconsciente y de esa manera ha
persistido. Más allá del irónico escepticismo que caracterizó a Cioran, los
utopistas subsumieron la amargura de este reclamo infinito frente a Dios en el
principio de la esperanza que encuentra su mejor exponente en Bloch.
V. A modo de conclusión. Repensar la
subjetivación para salir de la melancolía.
Lo que
fue narrado durante siglos como el advenimiento triunfal de una sociedad que
suponía un tránsito de carácter ontológico, se ha vivido en las últimas décadas
como un fracaso colosal que aun busca una explicación cuestionando incluso la
idea moderna del sujeto. Las abstracciones equivalentes que antaño dieron
sentido a la vida adoptan la condición de fantasmagoría y su ausencia crea una
percepción del tiempo como cerrado sobre sí al modo como se representa el ángel
melancólico de Durero. La percepción de vivir en medio de espectros se acentúa
por la necesidad de preservar una cierta pureza de la memoria que parece estar
condenada al fracaso, ya que la memoria es por definición lo fugaz. La memoria
es un proceso activo y radicalmente subjetivo, que se transforma, que supone
valoraciones, puntos dinámicos de recuerdo y de olvido. Pero el deseo de una
memoria infinita siempre ha sido parte del utopismo moderno y justamente es lo
que aparece como necesario preservar desde el punto de vista de la melancolía
de izquierda. La memoria infinita es la base de la posibilidad de la
autotransfiguración y la última resistencia a la caída de la identidad. Allí
radica el núcleo duro que asigna sentido y lugar en el mundo, posibilitando la
solidez del sujeto.
Sabemos,
recordando a Freud, que la persistencia de la melancolía se debe en gran medida
a la conexión entre la propia proyección narcisista con los recuerdos y
esperanzas puestas en el objeto, que en este caso resultan fundamentales para
la construcción de la propia subjetividad. No se trata de que el sujeto se
desprenda de la memoria en tanto punto de contacto con aquello que prometía su
transfiguración, sino que los puntos de contacto son abordados persistentemente
como un intento de retornar a un pasado que ya no existe. Ello conduce a un
desarraigo existencial en medio de un presente indeseable y la resistencia a
vivir un futuro que no será lo que se esperaba.
Como
ya hemos indicado, el instrumento privilegiado para lograr ser sujeto en
sentido fuerte es la razón puesta al servicio de la vida como proyecto. Son
muchas las formas de narrar la formación del carácter de la modernidad, sin
embargo aquí nos situaremos en la que nos entrega Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (Horkheimer y Adorno). En dicho relato, los autores asimilan al
sujeto moderno a Odiseo que, errante en el mundo, enfrenta sus diversas
experiencias para templar su carácter y desplegar su subjetividad en plenitud. Su
itinerario confirma la identidad moderna como una fuerza que, mediante la
razón, intenta mantenerse inmutable ante el cambio. Lo peculiar es que la razón
se entiende aquí como astucia. Por ello la modernidad constantemente mantiene
una actividad reflexiva respecto del mundo creando las diferencias interiores
que la impulsan al futuro.
Ahora
veamos en detalle este itinerario. Horkheimer y Adorno señalan cómo en La Odisea (Canto XII) se muestra la
interconexión entre mito, dominio y trabajo (85). La variedad de los peligros y
las aventuras mortales que el sujeto debe sortear forman una ruta de unidad de
la propia vida, de formación de identidad del sí mismo. La posibilidad
de narrar la propia experiencia autoindividualizante muestra cómo se han formado
y fortalecido las resistencias a las fuerzas disolventes de la vida natural.
Desde
el punto de vista de la Ilustración el poema épico es una superación del mito,
ya que lo refleja racionalizándolo. En efecto, la Ilustración, al definirse
como pensamiento en permanente progreso, siendo al mismo tiempo crítica del
poder y fundamentación de nuevas formas de racionalización de éste, supera las
bases que le van permitiendo su despliegue. El momento ilustrado del mito, que
en un momento le sirvió de apoyo queda luego reducido por la construcción de un
relato racionalmente más complejo, que lo subsume y relee. La Odisea representa para Horkheimer y Adorno un ejemplo
paradigmático de las relaciones de superación[10]
del mito en el relato épico. Siguiendo a los autores es posible encontrar cinco
características (100) de La Odisea
que reflejan una inflexión de superación del mito que expresan las lógicas de
despliegue del sí mismo como un
sujeto en sentido fuerte.
Primero,
la obra mencionada nos muestra un itinerario que señala el viaje como una
experiencia formadora de la propia conciencia. Segundo, las aventuras muestran
las tentaciones que distraen de la formación del sí mismo. Tercero, la
autocomprensión de los sentimientos es fundamental en la construcción del
sujeto[11].
Sólo de ese modo es posible establecer el imperio de la razón sobre las
emociones. Cuarto, mediante la experiencia engañosa de la diversidad se
mantiene la unidad del sí mismo que involucra el aprendizaje del control
de la propia naturaleza. La diversidad impulsa a la disgregación, por medio de
la ambivalencia y la promiscuidad, que sólo puede ser superada gracias al
ejercicio de la templanza de dicha unidad. La dominación de los afectos es el
dominio de la propia naturaleza, y si existe algo que pueda llamarse la
venganza de la naturaleza, es la creencia de que está vencida. En el relato, la
vida queda reducida a aventuras que son el entrenamiento para mantener la
unidad en la diversidad. Quinto, el “órgano” para superar las aventuras es la
astucia, como expresión privilegiada de la razón, representada en el ardid, el
engaño. En efecto, se acata la ley del mito de tal manera que no se cumple y
por lo tanto se le destruye (110).
La
legitimidad de este modo de formación del sí mismo se basa en los
peligros que el sujeto enfrenta y que le obligan a reducir el uso la razón al
engaño. Se muestra también la vocación de soledad que conlleva la formación del
sujeto que se relaciona con los demás en una dualidad amigos-enemigos[12] y que,
como veremos más adelante, se resuelve finalmente como melancolía. De este modo
el viaje aparece como la manifestación de la desmesura, la voracidad de un sí
mismo insuficiente que se lanza al mundo con una clara vocación de
digerirlo, ya que no encuentra en sí los elementos necesarios para completar el
círculo de su desarrollo; la afirmación del “Yo soy” como un
absoluto.
De este modo, el sujeto fuerte al crear el
impulso al futuro que ya hemos mencionado despliega su poder pero crear así,
sin quererlo, las diversas diferencias interiores de la modernidad. El momento
de fractura de esas diferencias interiores se debe a la potencia de la
imaginación utópica y su actividad ontopolítica que se convirtió en un sistema
reflexivo de la modernidad. El utopismo, expresado como el impulso a la
transformación social, ha sido también una matriz de aprendizaje para la vida
que se ha roto. En efecto, ser una diferencia interior era una experiencia
existencial profunda que mostraba un lugar en el mundo, un modo de vida que
contenía un mandato de transformación de la realidad y de sí mismo. Esto llevaba
implícito la tarea de un peculiar cuidado de sí que permite reinterpretar el
llamado kantiano a ser modernos (Kant 85).
La ruptura de esta matriz de subjetivación produce una carencia existencial y
la pérdida de herencia. Ésta se expresa en una ausencia de sentido que sólo
puede ser llenada por el retorno de las imágenes utópicas.
Por ello la crisis de la subjetividad moderna
tiene como elemento destacado la imposibilidad de articularse mediante un modo
de vida semejante al de Odiseo. En efecto, la centralidad del poder en la
formación del sí mismo que Horkheimer
y Adorno destacan se ha vuelto inviable. Ya no es posible aspirar a esa
coherencia totalitaria en que la razón subordina todos los elementos
descartando la complejidad psíquica del propio sujeto. Por otra parte, como
demuestra la trayectoria de Odiseo, la vida no puede ser vivida como una
permanente lucha contra la propia naturaleza, así como tampoco en el
enfrentamiento contra los demás. Menos aún puede negarse la importancia de los
sueños como formadores de las diferencias interiores. En el caso planteado en Dialéctica de la Ilustración los sueños
son negados como elementos irracionales que distraen al sujeto de su actividad
propia o bien se les racionaliza de tal modo que pierden su potencia
transformadora y por ende no son, en rigor, diferencias interiores. En un plano
más general, Horkheimer y Adorno ligan el relato de Odiseo a una cultura de los
señores y de la crueldad en el capítulo dedicado al Marqués de Sade. Esto es
importante porque el utopismo tiene una dimensión completamente distinta, que
se vincula con una empatía ampliada a la noción de la Humanidad, donde ya no
puede haber señores. De allí uno de los fundamentos del clasicismo utópico al
cual ya hemos hecho referencia.
Esta trayectoria del sujeto moderno nos
muestra que sus bases están socavadas porque la empatía por la Humanidad no
logra cuajar como actividad ontolopolítica. El sueño fundamental del utopismo,
presente de muchas formas en las diversas izquierdas, es justamente la
redención de las víctimas de la historia frente a la cultura de los señores.
Esto se vive tanto como herencia, mandato y elemento de autoformación que
genera la posibilidad de enunciar un “nosotros”. En efecto, el pensamiento de
izquierdas supone la necesidad de soñar en común como base de la acción
colectiva. En este sentido no hay contradicción entre lo colectivo y lo
individual, ya que lo primero es un fuerte elemento de subjetivación que se
encarna en ese “nosotros”. Por otra parte este “nosotros” se plantea, por su
universalismo ético, como una base de superioridad moral en la vida cotidiana,
lo cual templa frente a la adversidad y permite distinguirse de otras opciones
ideológicas. Como vemos, la dimensión subjetiva resulta esencial para
comprender la importancia del soñar colectivo que implica el utopismo.
La condición espectral que adopta el utopismo
–y que tiñe de melancolía al sujeto- está vinculada justamente con la privación
de la herencia de los sueños, que durante siglos se han tejido de generación en
generación. Derrida nombró este fenómeno como el aprendizaje de vivir rodeado
de fantasmas (Exordio a los espectros de Marx 8),
que en el mejor de los casos se comportan como compañeros y amigos que demandan
una política de la memoria, de la herencia y que se afianza en la justicia, no
en el derecho, que como indica Benjamin ya está asentado en cierta violencia
fundacional (Para una crítica de la violencia).
Los espectros son las víctimas de la historia, que tanto preocuparon a Bloch y
Benjamin, que se convirtieron luego en un centro ineludible para la teoría
crítica y han sido fundamentales en las reflexiones de Zygmunt Bauman sobre el
genocidio (Modernidad y Holocausto). En
efecto, las víctimas se han vuelto espectros al igual que las imágenes utópicas
que prometían su redención.
Sin embargo, la idea misma de redimir a las
víctimas a través de la memoria se revela problemática, ya que como bien señaló
Max Horkheimer a Benjamin, en una carta de 1937 citada por este último; “La
injusticia pasada ha ocurrido y está cerrada. Los muertos han sido matados
efectivamente...Si se toma la inconclusión completamente en serio, hay que
creer en el juicio final” (Benjamin, La
dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia 140). La
única manera de sostener esta redención es mantener los residuos mesiánicos en
el utopismo, que tan alto precio han cobrado por la esperanza proporcionada.
Benjamin lo expresa con la siguiente claridad;
“El
correctivo a estos cursos de pensamiento [lo recién señalado por Horkheimer] reside en la consideración de
que la historia no es únicamente una ciencia, sino en grado no menor, una forma
de la remembranza. Lo que la ciencia ha “establecido” puede ser modificado por
la remembranza. La remembranza puede convertir lo inconcluso (la dicha) en algo
concluido, y lo concluido (el sufrimiento) en algo inconcluso. Esto es
teología; pero en la remembranza hacemos una experiencia que nos prohíbe
concebir la historia de modo fundamentalmente ateológico, así como tampoco nos
es lícito buscar escribirla en conceptos inmediatamente teológicos.” (Benjamin
142)
Desde una perspectiva posmoderna el pasado
está cerrado, y con él todo el inmenso sufrimiento que reverbera en la historia.
La noción de redención -planteada por Benjamin- es en cierto modo idealista, y
tiene toda la carga teleológica implícita del judeocristianismo. De este modo nos
percatamos que las formas tradicionales de entender el utopismo no pueden
cumplir su promesa de reintegrar a las víctimas a la Humanidad, como una noción
superior donde se encuentran reconciliados los extremos del dolor y la
plenitud, la víctima y su victimario. Desde el ángulo de la crisis del
utopismo, y la melancolía de ella derivada, la situación espectral implica
vivir entre el vértice desolador de la pérdida, la ausencia, y por otra parte
el sueño de lo que hubiera podido ser. Vértice que Derrida señala como el de la
vida y la muerte, donde quedamos atrapados como una situación intermedia en
donde, al igual que los espectros, hay que aprender a vivir de un modo
diferente, nuevo e incluso positivo (Derrida 9)[13].
La modernidad que nos ha tocado vivir, una
modernidad entre muchas y demasiado incompleta, está permanentemente
determinada por estas situaciones intermedias y espectrales, en que los
vínculos de sentido que daban coherencia a la estructura del tiempo se han
vuelto obsoletos. Por ello, la debilidad de la subjetividad supone la necesidad
continua de restablecer los equilibrios existenciales en un mundo en que la
intensidad del cambio ya no está relacionada con las narrativas de progreso. En
efecto, Odiseo, como expresión de la subjetividad fuerte remonta esta debilidad
mediante la actividad incesante de la razón para mantener este equilibrio. Pero
ya vemos la crisis de esta estrategia en el ángel melancólico de Durero al
intuirse su insuficiencia. Por ello, llamar tardía a esta forma de modernidad
tiene la ventaja de marcar precisamente su desplazamiento respecto de un
proyecto inconcluso, al decir de Habermas. De este modo, el apelativo de
posmodernidad se muestra tan antojadizo como un funeral antes que el enfermo
exhale por última vez. Vivimos más bien una época posilustrada en que aún nos
amparamos en los relatos generados por la Ilustración, pero sabiéndolos
insostenibles en su pretensión de racionalidad trascendental. Más bien apelamos
a ellos porque son el marco único y necesario en que se sostiene el fundamento
de la democracia y la expansión de la igualdad y las libertades.
Ciertamente, lo anterior nos deja en una
situación intermedia cargada de melancolía por la sensación de haber perdido
esa abstracción equivalente que son los sueños utópicos. Por otra parte, la melancolía
de izquierda incluye una nueva sensación de caducidad y fugacidad inscrita en
el ámbito ontológico. Como ya se indicó, el relato de formación de la
modernidad, basada en la matriz ilustrada, tiende a la inmutabilidad, que a su
vez se fundamenta en la solidez ontológica, en la interpretación de la permanencia
de los objetos y su estabilidad inherente en nuestros marcos categoriales. Por
ello, las formas modernas de entender la trascendencia están emparentadas con
la solidez ontológica. Lo anterior imposibilita la viabilidad de los relatos
racionales de trascendencia tal como la modernidad los entendió en los actuales
escenarios de nuestra cultura (Bauman,
Modernidad líquida).
Por otra parte, cabe destacar que el estado
de melancolía asociado a la figura de la muerte del utopismo, por lo menos en el
sentido conocido hasta ahora, tiene como contexto inexorable el de la
catástrofe. Es lo que Benjamin denominaba un estado de excepción que se ha
convertido en la regla vinculada a la producción del progreso (La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la
historia 53). En efecto, la persistencia de la injusticia como un
continuo histórico se ha convertido en norma de vida, la que se deriva del
despliegue mismo del progreso, le es inherente siendo su anverso ambiguo e
incierto. De este modo, la melancolía está encadenada a una muerte producida
por medio de un crimen, no la muerte como parte de la “secuencia normal” de la
propia condición natural. Por lo tanto, la muerte acontecida como catástrofe
atrapa por medio de la melancolía que adopta el modo de una condena.
Es necesario, entonces, separar
contundentemente estas dos formas de la melancolía; 1º.- la melancolía –analizada
por Freud- como el estado de postración y sufrimiento derivado de la muerte de
un ser querido o una “abstracción equivalente” -que no puede ser superada en el
duelo- y 2º.- esta otra forma de melancolía sustancialmente distinta, en que
tanto los seres queridos como las “abstracciones equivalentes,” -el utopismo en
este caso- son literalmente destruidos en la confrontación política. En este
segundo caso la pérdida no puede ser integrada en la comprensión emocional de
los sujetos, porque dicho acontecimiento no cabe dentro de las lógicas
predecibles, y por cierto inexorables, de los ciclos de vida y muerte. Ésta se
presenta justamente como lo impredecible e increíble, lo inasimilable. Ronda
permanentemente en ella tanto la convicción de la injusticia como la de los
múltiples relatos posibles de cómo podría haber sido la vida sin dicha
carencia. Y si bien estos procesos frecuentemente se convierten en la base del
reclamo por la justicia, que en cierto modo es ya una salida del estado de
melancolía, también se da el caso contrario donde se produce un encierro en
ella.
Las abstracciones equivalentes que han sido
derrotadas pierden su estatuto movilizador y articulador de sentido. Se
retiran, desaparecen, su pulso se hace más lento pareciendo que entran en un
estado de hibernación, en espera de tiempos mejores. Sin embargo, se vuelven
más espectrales en tanto se cae en la cuenta, siguiendo a Freud, de que al
parecer el objeto perdido no es fácilmente identificable. “Aquello” extraviado
es la propia imagen de la redención, de la transmutación en alguien totalmente
distinto. “Aquello”, designado así por su carácter irrepresentable y al mismo tiempo
distante, pero a su vez, paradójicamente íntimo al modo de una “diferencia
interior” que se mantiene en el ámbito de la promesa, de la profecía, de algo
que debe suceder y que no acontece. Pero conviene recordar que lo que se ha
perdido, en realidad ha sido arrebatado por la derrota política que ha
implicado costos inconmensurables de sacrificio y dolor. Por ende, la pérdida
viene a verificar la idea de Benjamin de la historia como catástrofe.
La
melancolía guarda esta tristeza por la añoranza de la promesa que se escapa en
el tiempo. En esa añoranza se preserva la esperanza de verse a sí mismo
reflejado en la trascendencia, más allá de toda limitación de la vida real. En
efecto, la modernidad creó sus propias diferencias interiores –progreso, utopía,
cambio social, revoluciones, etc.- que le permitieron un dinamismo inusitado,
su vocación de futuro y que la tensionaron y generaron sus contradicciones.
Siguiendo este modelo, la melancolía moderna también ha producido sus
diferencias interiores en las que la fantasía juega un papel muy importante.
Freud describió la evolución de la fantasía como una resistencia a abandonar
las fuentes de placer disponibles, lo que se enmarca en una tendencia del
aparato anímico al ahorro de energías. Al cimentarse el principio de
realidad, quedó el fantasear como una esfera independiente, que sólo se
relaciona con el principio de placer por medio de los juegos infantiles y
continúa luego en los sueños diurnos liberándose de la dependencia de los
objetos reales. Incluso Freud agrega una metáfora muy significativa sobre la
topografía de la imaginación, que es “como una nación cuya riqueza se basa
en la explotación del suelo, pero que se reserva un terreno sin cultivar en
estado natural y a salvo de las alteraciones de la cultura (Yellowstone park)” (Formulaciones sobre los dos principios del acaecer
psíquico 227) [14].
Extrapolando ese análisis al caso de las
abstracciones equivalentes y sus relaciones estructurales con la modernidad, el
espacio de la imaginación aparece como un territorio sin cultivar, lo cual no
significa que dicho territorio imaginario no tenga un valor implícito en la
circulación económica del deseo. Su sentido como diferencia interior es que,
primeramente, sólo con su presencia logra una regulación del territorio ya
colonizado y administrado; por ejemplo, en el sentido de la función negativa
del utopismo señalada por Adorno (Horkheimer 91).
En segundo término, este terreno, que en principio aparece como reserva natural
puede tener una doble lectura: A) como reserva natural en el sentido que se le
ha asignado una función de diferencia interior para que se convierta en una
suerte de paradigma de la diferencia en medio de un universo racionalizado, y
eventualmente en un punto de fuga ante el agotamiento de las posibilidades de
dicho universo y B) como un terreno reservado que puede ser colonizado para enfrentar
situaciones de crisis y, por lo tanto, aunque parezca un espacio
desaprovechado, pertenece al ámbito de lo que está inventariado como un recurso
disponible.
En la primera alternativa nos
encontramos en una perspectiva weberiana, matizada por la teoría crítica, de la
modernidad en que la jaula de hierro de la racionalización deja un espacio
disponible para la diferencia, estableciéndose de este modo un principio de
dinamismo. En nuestra situación dicho principio aparece fuertemente debilitado
por la presión de la racionalización que pretende crear un mundo
ontológicamente estable. Como destaca Bauman la modernidad intenta
establecer una claridad sobre el mundo creando una estructura que rompa con el
azar. “Estructura” significa, desde un punto de vista ontológico,
monotonía de sucesos, repetición relativa lo que conduce a lo predecible en el
ámbito epistemológico. La estructura conlleva que las probabilidades sean
manejables haciendo más factibles las que se desean. De esta manera, el hábitat
humano “estructurado” se convierte en la isla
de regularidades en medio del mar de azar, aunque su efecto paradójico
sea la construcción de nuevas formas de represión y aburrimiento existencial.
Actualmente el azar se nos
manifiesta de una forma totalmente distinta a lo que se representaban con dicho
término los utópicos de todo signo. Hoy, el azar nos muestra una cara amable en
que su campo semántico derivado nos remite a las imágenes del juego, un cierto
renacimiento de lo mágico, la posibilidad de la seducción de la diferencia. En
definitiva, una ruptura o al menos una suspensión temporal de la intensiva
racionalidad de la vida moderna con todo su agobio y estrés. El anverso del
agotamiento de la racionalidad es la producción de sociedades opulentas que
permiten una reducción sin precedentes en la historia humana de la pobreza, la
enfermedad y la ignorancia, así como de formas muy rudimentarias, aunque no por
ello menos dolorosas, de relaciones de dominación. Por supuesto, esto no quiere
decir que la modernidad no esté sujeta a un proceso de ambivalencia que genera
nuevas formas de incertidumbre y miedo.
Por su parte, los autores utópicos
se enfrentaron con una noción de azar que justamente mostraba un lado bastante
opuesto al que hoy experimentamos. El azar significaba, y es necesario señalar
que para una parte muy importante de la humanidad sigue siendo de esta manera[15],
la indefensión frente al hambre, la miseria, la explotación y la enfermedad. La
imposibilidad de asegurar las fuentes de sustento y evitar el sufrimiento era
la cara horrenda del azar, que adoptaban la forma de destino ineludible y la
fatalidad. Esta diferencia en la percepción del contenido semántico del azar es
imprescindible para medir con justicia los impulsos emancipadores de la
modernidad.
Ciertamente puede indicarse que la
construcción intensiva de islas de seguridad en un mar de azar ha derivado en
el tono emocional melancólico y, por otra parte, tampoco dichas islas han sido
capaces de proporcionar la seguridad moderna que prometió. A modo de ejemplo
cabe destacar el impacto que ha tenido en las últimas décadas la sociología del
riesgo y particularmente la obra del recientemente desaparecido Ulrich Beck.
A pesar de todo ello, la
modernidad ha creado modos de vida completamente nuevos y ha permitido
importantes avances en el cuidado y protección de la vida. Lo que quisiéramos
destacar es que la melancolía como nuevo espíritu de la modernidad es un estado
propio de la condición posilustrada –nótese que no posmoderna- pero que
necesariamente tiene un carácter transitorio. La condición espectral de la vida
no es sostenible en términos culturales y las abstracciones equivalentes no han
muerto del todo. Éstas se encuentran en un proceso de resignificación social que
depende de lo que acontezca con la propia herencia ilustrada. Sabemos que dicha
herencia se encuentra múltiplemente asediada, sin embargo, como ya se ha
indicado ésta es el sostén de las libertades que aun ejercemos y de la propia
democracia. La propia imagen de Durero es transitoria, en el sentido que lo que
vemos allí representado no puede ser un estado permanente, sino un momento
previo a otro que desconocemos y que sólo puede resolverse por medio de la
acción histórica de los ciudadanos modernos.
[1] Benjamin siguió desarrollando el aspecto literario de
su crítica a Kästner en “El autor como productor” (1975) y en un sentido más
amplio como diagnóstico de una época en los albores de la II Guerra Mundial en
“Informe sobre la literatura francesa” (2008).
[2] Aquí nos guiaremos por la versión crítica contenida
en La dialéctica en suspenso. Fragmentos
sobre la historia (2000). Un desarrollo más específico de este punto en
Buck-Morss (1981) y Bernstein (1998). Para una
discusión sobre el estilo de Benjamin en el contexto de su generación ver los
trabajos de Norris (1983), Pensky (1993) y Best (2012).
[3] Zygmunt Bauman precisa que para Benjamin el sí mismo es algo que debe ser construido
muy lentamente de modo que se llegue siempre a estar en el umbral de devenir
uno mismo (Modernidad y ambivalencia 210). De este modo se recalca el aspecto
utópico que tiene la construcción del sí
mismo.
[4] Para una específica reflexión sobre la importancia de
la revolución industrial, el cambio urbano y la melancolía en la obra de
Benjamin ver Caygill (1998).
[5] Es interesante contrastar la perspectiva de Anderson
con la de Buck-Morss (2000).
[6] Un interesante análisis sobre la crisis del
socialismo expresado en la cultura y el arte lo podemos encontrar en Erjavec
(2003) y desde una mirada más amplia en Jameson (1998).
[7] Alain Badiou llama invariantes comunistas a estos elementos de continuidad como lo son
“la pasión igualitaria, la idea de justicia, la voluntad de acabar con las
componendas en el servicio de los bienes, la erradicación del egoísmo, la
intolerancia ante la represión, el deseo de que el Estado desaparezca.” (19).
[8] Ver en este punto el interesante libro de Humberto
Giannini. Del bien que se
espera y del bien que se debe. (1997).
En esta obra Giannini desarrolla de manera significativa el tema del
aburrimiento existencial que será de bastante utilidad en este análisis.
[9] Conviene recordar la distinción de Michel Foucault
entre relaciones de poder y relaciones de dominación como dos esferas separadas
con campos relativamente autónomos. Las relaciones
de poder cubren un campo amplísimo de las relaciones humanas, exceden el
plano político y el de las instituciones, reflejando un modo de existencia
humana en planos múltiples; sexualidad, intersubjetividad, cotidianidad,
economía, etc. Se definen por el deseo de dirigir los comportamientos de los
otros siendo móviles, reversibles e inestables. Igualmente las relaciones de
poder se ejercen sobre alguien que posee libertad y en virtud de ello puede
resistirse. Como señala Foucault, así como en la sociedad están diseminadas las
relaciones de poder están diseminadas también las semillas de libertad para oponerse
a ellas. Las relaciones de dominación
en cambio son relaciones de poder que se han bloqueado, volviéndose
irreversibles, inmóviles y fijas haciendo casi imposibles las prácticas de la
libertad. Por lo tanto, lo odioso son los estados de dominación y no las
relaciones de poder que “...no son en sí
mismas algo malo y de lo que haría falta liberarse; considero que no puede
haber sociedad sin relaciones de poder, si se entiende por tales las
estrategias mediante las cuales los individuos intentan conducir, determinar la
conducta de los otros” (La ética del cuidado
de sí como práctica de la libertad 412. Igualmente; El sujeto y el poder
241).
[10] Es importante
señalar que el uso del concepto de superación, tal como se emplea aquí no
supone implicaciones teleológicas como en la tradición hegeliana y marxista.
Sólo expresa un punto superior en una escala de complejidad racional, en que
los puntos previos son subsumidos al modo de avances en esa complejidad. Tanto
el carácter de necesidad, como la esperanza teleológica no están presentes, los
puntos de superación no están encadenados por un vínculo ajeno a los intereses
de las relaciones de poder en juego. Su elección es arbitraria y representan
puntos estratégicos, desde la mirada de las acciones del poder, en un plano
temporal y espacial no sometidos a reglas trascendentales, sino meramente a
narrativas de trascendencia en lucha.
[11] En un sentido diferente al que planteamos aquí ver Buck-Morss (1992).
[12] En el análisis
de Bauman, la distinción amigo-enemigo se funda en la búsqueda incesante de
eliminar la ambivalencia, intensificando las lógicas de clasificación y es una
variación de la oposición interior-exterior, fundamental en la formación del sí
mismo. Por ello esta distinción está inscrita ontológicamente en el sujeto
fuerte (Modernidad y ambivalencia 92). Igualmente, la escena de las sirenas, en
La Odisea, nos señala que la transición del lenguaje mítico al
lenguaje racional implica una profunda secularización. En el primero, las
palabras captan el dinamismo del ciclo de la naturaleza, entre los extremos de
la totalidad como ciclo perpetuo y la particularidad del cambio sin fin de los
sujetos individuales sometidos al ciclo. De este modo, en la naturaleza se
produce el reflejo de la totalidad en la particularidad y viceversa. Allí se
produce la identidad entre las cosas y las palabras, a diferencia del segundo,
en que las palabras en su labor de designación, transforman las cosas. En dicha
transición se elimina la sacralidad de la palabra para que completamente
racionalizada sirva de mejor manera como instrumento de poder.
[13] Desde otro ángulo ver los interesantes artículos de
Charles Maier (1993) y Yael Navaro-Yashin (2009) sobre políticas de la memoria.
[14] Ernst Bloch analiza este específico punto de la fantasía,
como reserva natural sustraída al principio de realidad, que se manifiesta
coactada y desvinculada de su relación con el futuro en el marco freudiano. Por
el contrario, Bloch señala en el Principio
esperanza que el “érase una vez permite vislumbrar en el fue una vez el
será una vez” (Vol. I. 85). Lo
anterior se expresa en los cuentos infantiles, que pretenden que los niños se
identifiquen de modo narcisista con el protagonista y su final feliz, lo que
aparece como el anuncio de una experiencia por venir. El cuento infantil,
repetido muchas veces funcionaría como una profecía hecha al niño respecto de
su propia utopía por alcanzar, lo que se revela como un proceso de formación
del sí mismo.
[15] En este sentido me parece de gran utilidad consultar
la serie de los Informes de Desarrollo Humano que cada año son publicados, desde comienzos de
la década de los noventa, por el Programa de Naciones Unidas para el
Desarrollo. PNUD. Nueva York. Ediciones Mundi-Prensa. Los informes se encuentran disponibles en
http://www.undp.org [acceso miércoles, 20 de enero de 2015]
Referencias Bibliográficas
Anderson, Perry. Consideraciones sobre el marxismo occidental. Madrid: Siglo XXI,
1979.
Badiou, Alain. De un desastre oscuro. Sobre el fin de
la verdad del Estado. Madrid: Amorrortu, 2006.
Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica, 2002.
—. Modernidad y ambivalencia. Barcelona: Anthropos,
2005.
—. Modernidad y holocausto. Madrid: Sequitur, 1998.
Benjamin, Walter. «El autor como productor.» Benjamin,
Walter. Iluminaciones 3: Tentativas sobre Brecht. Madrid: Taurus, 1975.
—. «Informe sobre la literatura francesa.» New Left
Review 51 (2008): 25-44.
—. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la
historia. Santiago: Universidad Arcis y LOM Ediciones, 2000.
—. «Left-Wing Melancholy.» Screen 15.2 (1974): 28-32.
—. «Para una crítica de la violencia.» Benjamin,
Walter. Angelus Novus. Barcelona: Edhasa, 1971.
Bernstein, Carol L. «A Surplus of Melancholy. The
Discourse of Mourning in Freud, Benjamin, and Derrida.» Poligrafías. Revista de
Literatura Comparada 3 (1998): 1-17.
Best, Stephen. «On Failing to Make the Past Present.»
Modern Language Quarterly 73.3 (2012): 453-474.
Bloch, Ernst. El principio esperanza. 3 vols. Madrid:
Aguilar, 1977-1980.
Borges, Jorge Luis. Utopía de un hombre que está
cansado. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1990.
Brown, Wendy. Politics out of history. New Jersey:
Princeton University Press, 2001.
—. «Resisting Left Melancholy.» Boundary 26.3 (1999):
19-27.
Buck-Morss, Susan. «Aesthetics and Anaesthetics: Walter
Benjamin's Artwork Essay Reconsidered.» October 62 (1992): 3-41.
—. Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass
Utopia in East and West. MIT Press, 2000.
—. Origen de la dialéctica negativa. Theodor Adorno,
Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt. Madrid: Siglo XXI, 1981.
Burton, Robert. Anatomía de la melancolía. Madrid:
Alianza, 2006.
Caygill, Howard. Walter Benjamin: the colour of
experience. London: Routledge, 1998.
Cioran, Emile. Historia y utopía. Barcelona: Tusquets,
1995.
Constantinescu, Doina. «El infinito simbólico de la
metáfora poética. Alberto Durero. Melancolía I.» Revista Disertaciones 2
(2011): 1-29.
Derrida, Jacques. «Exordio a los espectros de Marx.»
Varios autores. Espectros y pensamiento utópico. Santiago: Lom, 1998.
Dubiel, Helmut. «Relections on intellectuals and the
events of 1989. Beyond mourning and melancholy on the left.» Praxis
International 10:3/4. October 1990-January 1991 (1991): 241-249.
Erjavec, Ales. Postmodernism and the Postsocialist
Condition. Politicized Art under Late Socialism. Berkeley: University of
California Press, 2003.
Foucault, Michel. «El sujeto y el poder.» Dreyfus,
Hubert y Paul Ravinov. Michel Foucault; Más allá del estructuralismo y la
hermenéutica. México D.F : UNAM, 1998.
—. «La ética del cuidado de sí como práctica de la
libertad.» Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Vol. III.
Barcelona: Paidós, 1999.
Francescutti, Pablo. Historia del futuro. Una
panorámica de los métodos usados para predecir el porvenir. Madrid: Alianza
Editorial, 2003.
Freud, Sigmund. «Duelo y melancolía.» Obras completas.
Vol. XIV. Buenos Aires: Amorrortu, 1991.
—. «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer
psíquico.» Obras completas. Vol. XII. Buenos Aires: Amorrotu, 1991.
Fromm, Erich. Marx y su concepto del Hombre. México,
DF.: Fondo de Cultura Económica, 2005.
García Selgas, Fernando y Francisco Serra. «La
melancolía de la izquierda.» Selgas García, Fernando y Serra Francisco. Ensayos
de filosofía social. Madrid: Libertarias Prodhufi., 1992.
Giannini, Humberto. «Del bien que se espera y del bien
que se debe.» Santiago: Dolmen, 1997.
Gross, David. «Left Melancholy.» Telos 65 (1985):
112-121.
Gundermann, Christian. Actos melancólicos. Formas de
resistencia en la posdictadura argentina. Buenos Aires: Viterbo, 2007.
Hall, Stuart. «Vida y momentos de la primera Nueva
Izquierda.» New left review 61 (2010): 163-182.
Horkheimer, Max. «Utopía.» Neusüss, Arnhelm. Utopía.
Barcelona: Barral, 1971.
Horkheimer, Max y Theodor Adorno. Dialéctica de la
Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta, 1998.
Jameson, Fredric. Arqueologías del futuro. Madrid:
Akal, 2009.
—. El marxismo realmente existente. La Habana: Casa de
las Américas, abril-junio de 1998.
Jay, Martin. «Once more an inability to mourn?
Reflections of the left melancholy of our time.» German politics and society
27 (1992): 69-76.
Kant, Inmanuel. ¿Qué es la Ilustración? y otros
escritos de ética, política e historia. Madrid: Alianza, 2013.
Klibansky, Raymond, Erwin Panofsky y Fritz Saxl.
Saturno y la melancolía. Madrid: Alianza, 1991.
Konder, Leandro. Walter Benjamin: O marxismo da
melancolia. Rio de Janeiro: Civilizaçao brasileira, 1999.
Little, Adrian. «Democratic Melancholy: On the
Sacrosanct Place of Democracy in Radical Democratic Theory.» Political Studies
58 (2010): 971–987.
Löwy, Michel. Sayre, Robert. Rebelión y melancolía. El
romanticismo como contracorriente de la modernidad. Buenos Aíres: Nueva visión,
1992.
Maier, Charles S. «A Surfeit of Memory? Reflections on
History, Melancholy and Denial.» History and Memory 5.2 (1993): 136-152.
Mannheim, Karl. Utopía e Ideología. México D.F.: Fondo
de Cultura Económica, 1993.
Marx, Karl. «Manuscritos económico-filosóficos.»
Fromm, Erich. Marx y su concepto del hombre. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica,
2005.
Navaro-Yashin, Yael. «Affective spaces, melancholic
objects: ruination and the production of anthropological knowledge.» Journal of
the Royal Anthropological Institute 15 (2009): 1-18.
Norris, Christopher. «Image and Parable: Readings of
Walter Benjamin.» Philosophy and Literature 7.1 (1983): 15-31.
Pensky, Max. Melancholy Dialectics : Walter Benjamin
and the Play of Mourning Critical Perspectives On Modern Culture. University of
Massachusetts Press, 1993.
Real Academia Española. Nuevo tesoro lexicográfico de
la lengua española (NTLLE). Ed. Real Academia Española. 23 de mayo de 2014.
web.
.
Scribner, Charity. «Left melancholy.» Eng, D: Kazajian,
D. Loss: the politics of mourning. Berkeley: University of California Press,
2003.
Shulman, George. American Prophecy. Race and
Redemption in American Political Culture. Minnesotta University press., 2008.