2 feb 2010

¿Porqué la vida no es en cinemascope?

Publicado en El rapto de Europa, nº 7. Indexada por ARCE y DIALNET.
Parece una pregunta tonta, pero los ojos azules de Liz Taylor no lo serian tanto si nos cruzáramos con ella en una esquina. El mentón de Kirk Douglas lawrence of arabia2daría pena si no fuera porque Espartaco clamaba por la libertad en esa extensa pantalla. Los paisajes del desierto no serian tan conmovedores si no fuera porque Lawrence de Arabia los cruzó vestido de blanco viviendo la fantasía de ser el liberador de los árabes. La vida y cada uno de sus recovecos se ven mejor en la pantalla del cinemascope porque tienen unas dimensiones y un colorido que se nos escapa de nuestra realidad cotidiana. También los sonidos son diferentes, las voces “reales” no tienen esa profundidad que el doblaje les asignó y no escuchamos una banda sonora magnifica que le dé sentido a nuestra existencia cuando nos bajamos de un tranvía lleno, como le sucedió al Dr. Zhivago.
Afortunadamente tampoco esperamos que Kato nos ataque cuando llegamos a nuestro piso después de un día de trabajo como buenos funcionarios. Sin embargo, cuando cerramos los ojos y queremos evocar las imágenes que pueblan nuestro imaginario muchas veces se nos vienen a la mente -como si fuera una pantalla- aquellos escenarios grandiosos donde personajes con estilo, glamour, buena voz, una mirada penetrante, bellos por donde se los mire, desarrollan sus historias. La vida de los personajes cinematográficos del tiempo del cinemascope se elevan por sobre nuestra vida particular, siendo vidas ejemplares ante la que las nuestras son piltrafillas carentes del sentido heroico o dramático. “Yo quería el porte de Rock Hudson”… “Yo quería la mirada de Ingrid Bergman”… “Yo quería ser como Yul Brinner”…

También las historias son ejemplares -un modo de enseñanza de cómo vivir- en su complejidad, en su pretensión estética y sobre todo en su ideal de belleza. Hasta la penuria de Zhivago es hermosa, las divagaciones por el sentido de vida de Sinuhé se llenan de color dejándonos fijadas una idea de lo que fue el Egipto de los grandes faraones, la maldad de Nerón es creíble y más intensamente vivida cuando nos fijamos en su complejidad psicológica. Fredric Jameson señaló que el estilo tipo Marlon Brando o Steve McQueen -fuertes en personalidad y con un moldeamiento intenso de la presencia- que indica que el personaje es siempre más de lo que vemos en la escena o incluso en la totalidad de la película, fue sustituido por un nuevo tipo de interpretación despersonalizada, carente de la profundidad y de las emociones complejas de los antiguos personajes . Ello equivale a una muerte del sujeto en el ámbito de la interpretación, que en un medio como Hollywood es altamente significativa. Los personajes y las historias del cinemascope aun evocan al sujeto fuerte de la modernidad, todavía trazan relaciones en que los desenlaces dan cuenta de un sujeto que pretende desarrollarse. Nosotros en cambio tenemos que identificarnos con los personajes de Smoking room (2002) -de los directores Julio Wallovits y Roger Gual- en que la estructura narrativa y de interpretación se caracteriza por su discontinuidad, el predominio del trozo ante la totalidad, la claustrofobia, etc. Ser trata de una nueva estructura de superficie en que la vida ya no tiene los componentes que nos maravillan. Los protagonistas de la época del cinemascope podían mirarse al espejo y encontrar un reflejo unitario de si mismos, entenderse en un complejo entramado de oposiciones en los cuales ellos desarrollarían su historia. Podían entenderse aun como individuos totales con una misión respecto de sí. Los personajes de Smoking room, en cambio se miran en un espejo quebrado que les devuelve trozos fragmentarios, que nunca podrán recuperar su unidad y tendrán que convivir con una identidad condenada a recomponer su equilibrio.
En consecuencia, los personajes de las películas de León de Aranoa nos parecen mucho más representativos de nuestra existencia actual. Nos hablan del trabajo precario y como nos orada la existencia, de lo ficticio de nuestro mundo de relaciones o de la degradación de nuestros vecindarios. Lo mismo nos pasa cuando vemos Silencio roto (2001) de Montxo Armendáriz, en que la reivindicación de las victimas se ve oscurecida por la tristeza de la derrota y la injusticia como una realidad inasimilable e incurable. Son historias tardiomodernas, valiosas y desencantadas, sin el contrapeso de las promesas utópicas de la Ilustración. En cambio, todo en el cinemascope era utópico en el sentido de que lo que vemos es siempre algo llevado al máximo de su perfección. La luz de Venecia es superada por la imagen que se proyecta sobre nuestro imaginario, los Pirineos son más blancos y ciertamente París es más grandiosa. ¿Cuanto de nuestros deseos están moldeados por el cine y luego por la televisión, de modo que podamos confesar que en un cierto modo han formado nuestra subjetividad y nuestro modo de soñar nuestra vida? La adolescente de American Beauty (1999) decía que la peor desgracia en nuestro mundo era ser una persona común. En el cinemascope nadie es común, cada trazo de los personajes crea unas personalidades desconocidas en nuestra cotidianeidad y por ello nos fascinan. Hoy, en cambio, parte del cine nos acostumbra más a nuestra propia realidad, muchas veces quiere ser espejo de las durezas de la vida, en tanto que Hollywood siempre pretendió crear ventanas de ensueño que fueran evasiones de lo real. Siempre se pensó -interesadamente- que el espectador no pagaba una entrada para ver la repetición de su miserable existencia en el cine, para eso le bastaba llegar a casa. Lo que quería ver era otros modos de vida que, en cierto modo, pudieran ser la suya. Fellini lo llevó al ridículo en El jeque blanco (1952) y nos mostró que nuestros sueños cinematográficos estaban hechos de cartón piedra.
Al igual que la adolescente de American Beauty parece que estamos condenados a ser normales e incluso triviales. Ello se traduce en el aburrimiento existencial como una nueva marca de la vida que tiene un anverso extraño e inquietante. Se trata de una búsqueda desencantada -pero no por ello menos intensa- de una cierta excepcionalidad de nuestra vida en el retorno de lo maravilloso. De este modo se puede formular lo utópico como algo ya carente de política. Durante la modernidad ilustrada la búsqueda de la excepcionalidad de la vida estaba ligada esencialmente a un mandato de autotransformación que unía lo personal a lo político. En efecto, si querías ser alguien excepcional, un verdadero sujeto, ello se encarnaba necesariamente en la lucha por la transformación del mundo. Ello constituía un orgullo ante sí y la historia. Como decía un brigadista internacional -ahora convertido en jubilado- “allí fui ser humano”. Luchar contra una dictadura, mantener el temple de las convicciones, ser un combatiente en el amplio sentido del término, soñar la emancipación como un desborde de lo completamente otro era la culminación de una vida, que aunque no lograra sus objetivos finales al menos formaba parte de algo más grande que sí mismo. Lo trágico contenía cierta heroicidad y viceversa como bien lo refleja el Arco del triunfo (1948). Allí el Dr. Ravic (Charles Boryer) representa a un refugiado, indocumentado, miembro de la resistencia -suponemos comunista- escapado de los campos de concentración de Hitler. El protagonista se enamora de Joan (Ingrid Bergman), una bella chica parisina, que sólo está preocupada de disfrutar el instante, sin entender que el mundo que conoce se desplomará. El heroísmo está fuertemente ligado a la acción política, a cumplir con el mandato histórico de luchar, aunque ello implique el sacrificio de la vida personal. Es el tono emocional de una época que quedó muy bien plasmado en el portentoso Principio esperanza de Ernst Bloch.
Nosotros nos suponemos liberados de ese mandato y con ello estamos abocados a la trivialidad de la vida común, sin los grandes relatos formadores de la vida. Si no somos tan grandes como Ravic parece que tampoco podemos aspirar a vivir un amor como aquel. Aun así recurrimos al cine, nos sumergimos en su oscuridad con litúrgico respeto y miramos las historias que no podemos vivir. La normalidad entendida como trivialidad conduce al aburrimiento existencial. Repetición incesante de los circuitos establecidos por laarco del triunfo vida cotidiana. Añoramos romper dicho ciclo y en cierto modo lo hacemos de modo controlado a través del turismo, las vacaciones, las citas a ciegas, etc. Pero todo eso es aun insignificante respecto de la grandeza de las vidas ejemplares. Por otra parte tememos la ruptura que implicaría perder el mundo de seguridades cotidianas y más aun el complejo entramado de certezas que conlleva la racionalización. La estadía en la normalidad de lo trivial oscila entre el temor a la ruptura y sus peligros y el aburrimiento frente a lo conocido. Lo horroroso del aburrimiento es que nos aburrimos de nosotros mismos, ya que siempre estamos por debajo de los deseos que forjamos. Nos cansamos de ser siempre nosotros, de mantener la coherencia de nuestra vida y de nuestras escrituras biográficas. Anhelamos más, aunque no sabemos que. Ese vacío se puede llenar con aquellas imágenes del cine que tensan el deseo de la ruptura. Sabemos, por cierto, que lo que vemos no es real, que tiene un estatuto diferente. La oscuridad en la sala antes de la proyección tiene un significado de transito entre la esfera de lo real y lo imaginario. La oscuridad separa y quiebra nuestra cotidianeidad para sumergirnos en un más allá. Al final de la proyección nuevamente sobreviene la oscuridad que nos reinstala en nuestra vida. Salimos de la sala, miramos a nuestro alrededor, quizás los más soñadores busquen una mirada perdida de alguna muchacha parecida a Ingrid Bergman para invitarle una caña. Salimos del cine y nos perdemos nuevamente en la ciudad degustando las historias, sabiendo que no son nuestras, pero que podemos atesorarlas como antiguas fotos de familia.
El problema radica en nuestra búsqueda cuando salimos del cine. Doblamos una esquina y esperamos toparnos con alguien, mirarnos e incendiarnos de pasión y vivir un amor de cinemascope. Sin embargo, sabemos que la vida no es así. A la fortuna debemos agregarle una buena dosis de trabajo. La vida no se da tan maravillosamente como en la pantalla. Bloch señaló una cierta neurosis utópica que ejemplificaba con el caso de una muchacha que después de esperar largamente a su amado, en el momento mismo del abrazo y la fusión, en el instante del logro pensaba “podría haber sido mejor”. Los instantes del cine dispersan esa neurosis utópica que pone un espectro de deseo al lado de nuestras vivencias cotidianas devaluándolas. El entramado de las relaciones que nos sostiene puede volverse una jaula que -a pesar de la seguridad que nos proporciona- nos ahoga. Todos hemos imaginado que abandonamos nuestras vidas rutinarias y nos fugamos a vivir una vida radicalmente diferente. La vida que soñamos es más importante que la vida que realmente estamos viviendo. Ello se acentúa con la percepción de la fugacidad del tiempo que nos confirma los límites de nuestra existencia y que nos urge a darle más significado. En efecto, estamos obligados a recomponer los significados de nuestra vida personal a partir de nuestros propios recursos, sin apelación a los metarrelatos de salvación utópica. El mandato de llegar a ser alguien en la vida se ha vuelto banal ya que estamos obligados a ser muchas personas en una misma vida. El sentido de nuestra propia existencia -el verdadero secreto de lo que nos constituye- se nos escapa continuamente, a veces más rápido de lo que podemos restaurarlo. Es más, podemos vivir en la intemperie del sinsentido. Pero en tal caso aceptamos la pérdida de una esfera articuladora de nosotros mismos.
¿Cómo recuperar esa instancia del maravillarse? ¿Dónde está la fisura por donde se cruza lo imaginario y lo real, el puente que nos pone al otro lado de la pantalla, en el centro del cinemascope? Somos como el protagonista de Horizontes perdidos (1937) de Frank Capra. Todos hemos perdido el camino hacia Shangri-La. Quizás nunca conocimos el camino realmente, pero el deslumbramiento de una visión utópica puede cegar o bien iluminar toda una vida. Por ello somos presa de una cierta neurosis utópica que tienbacalle un contenido especial, ya que no se trata de la simple degradación de nuestra facticidad por un imaginario que se empeña en amargarnos. Nuestra neurosis utópica tiene por contenido la figura espectral de la emancipación. Espectral porque se ha declarado formalmente su muerte, se le ha levantado acta de defunción y nos hemos vestido de negro para los rituales. Pero al momento de comenzar el duelo éste se ha transformado en melancolía, ya que el sujeto de esa muerte se niega a desaparecer del todo. La emancipación que se ha vestido con todos los ropajes utópicos posibles sigue allí paseándose, demandando su realización, indicándonos el dolor del mundo, exigiendo demoler los límites y las vallas que nos separan de nuestros sueños. La emancipación no se contenta con ser mantenida en los espacios del consumo, quiere una manifestación política de su primacía organizadora de los demás valores. Si el puente entre lo real y lo imaginario existe está construido políticamente. La muchedumbre, para usar términos de Negri, pierde su dimensión explosiva y conflictiva en lo político cuando pasa por los senderos de los centros comerciales, haciendo que el paseante angustiado -aspirante a consumidor- sea un triste remedo del ciudadano. El camino a Shangri-La sólo podía ser construido políticamente. Los materiales de los sueños requerían ser unidos mediante la acción directa y no a través de la contemplación y la espera.
El contemplar las pantallas donde las narraciones se dejan caerDSCF0098 incesantemente sobre los espectadores crea unas tensiones no resueltas. Mirar una gran diversidad de mundos y vidas diferentes debería crear posibilidades para que éstos crearan nuevas formas mestizas de autotransformación. Pero el carácter marcadamente ficticio de las narraciones bloquea las posibilidades de que surjan esquirlas de aquellas historias que se inserten en las biografías de los sujetos cambiando su curso. En otra parte he desarrollado cómo el imaginario utópico es despolitizado y subsumido en las lógicas de consumo . Sería interesante plantearse si es posible aun recorrer el camino inverso: desde el mundo del consumo al político. O dicho de otra manera, sacar los sueños del cinemascope y darles potencial político, tarea imposible de desarrollar aquí. Evidentemente esto no significa convertir la cultura del consumo en bandera de lucha como alguien ingenuamente podría creer. Se trata, como señaló en su momento Bloch, de ver en todo sueño su dimensión política, captar aquello que lo origina como un destello de deseo en medio de las carencias de la vida y que es aquello que lo frena, lo contiene y finalmente lo eleva a imagen para al mismo tiempo neutralizarlo. Los sueños suelen ser peligrosos porque generan dinamismo, impelen a la acción. Sin embargo, nuestra época sueña pero encauza el dinamismo a través del egocéntrico mundo de las mercancías. Debemos averiguar como hacer para que el flujo de los deseos ya no esté necesariamente anclado al flujo de las mercancías, como la demanda de la expectativa y la promesa de su goce. Recordemos que las mercancías son entidades complejas, jeroglíficos que es necesario interpretar y que demandan para sí una existencia particular y autorreferida. La única excepción de este solipsismo es la sinergia que se crea cuando se establecen referencias entre ellas. El mundo de las mercancías es profundamente egocéntrico en el sentido que cada una quiere ser tratada como una unidad irrepetible, que demanda fidelidad, atención, cariño e intimidad. La experiencia -escenario donde se unen el deseo y la mercancía- promete ser una pequeña redención del sujeto. Pero la experiencia está marcada por la fugacidad. Toda película termina. Debemos salir del cine para que otros puedan entrar. Pero dentro de poco tiempo debemos volver a la sala para renovar nuestro sueño en una nueva historia que se cuenta y que podría llegar a ser la nuestra. Las actividades del consumo no están encerradas en la privacidad como una esfera autónoma a pesar de su egocentrismo inherente. El consumo es siempre -y en todo instante- una actividad social que conlleva la posibilidad de su reversibilidad en lo político y su relectura en las claves de la emancipación.
Repetimos, la vida que se sueña suele ser más importante que la vida que efectivamente se vive. Pero no tenemos el espacio vital para que esa vida soñada se realice. Nuestros sueños pueden convertirse en una tortura porque nos remiten a lo que queremos llegar a ser. Un camino que muchas veces tememos recorrer. El mandato kantiano de ser modernos hace que tarde o temprano tengamos que concurrir a nuestro propio tribunal para dar cuenta de lo que hemos hecho con nuestra vida. En un sueño Papillon se acerca a un tribunal en mediocasablanca1 de una colina. No hay rejas ni guardias, nada que evoque un encierro ni un castigo. El tribunal le señala que es culpable. Papillon dice que el no ha matado, que es inocente. El tribunal le replica que ese no es su crimen. Su crimen más profundo es haber desperdiciado su vida. Papillon -estupefacto- guarda silencio, da media vuelta y se aleja. Todos podemos gritar que somos un poco Papillon, ojalá pudiésemos gritar que todos somos Espartaco. Pero no tenemos el temple para la crucifixión. Ser ciudadanos tardiomodernos no tiene el aura que tuvo ser ciudadano de la primera modernidad con todos sus enfrentamientos. Pero afortunadamente este no es un ciclo cerrado. Nuestra misma constitución moderna nos da la posibilidad de oponernos políticamente al naufragio de nuestros sueños. No tenemos la determinación del encierro en nuestro aburrimiento existencial o en nuestro suave placer egocéntrico. Podemos extender nuestras posibilidades de desarrollo de modo que los sueños tengan al menos la posibilidad de haber luchado alguna vez. Una de las cosas que hemos aprendido en el declive moderno es que -desde la óptica de los individuos- la autotransformación y la emancipación no son objetivos a lograr, sino que son procesos continuos donde nos vamos definiendo y develando a nosotros mismos.
Podemos decir que el momento de verdad de nosotros mismos son los sueños que hemos forjado y las luchas que hemos dado por ellos. Por ello no deja de ser paradójico, que en la actual situación la única forma de realizar la individualidad sea justamente por medio de la construcción política de la ciudadanía y que para ello tengamos que necesariamente recurrir a los otros. Cuando en algún momento se pensó que los individuos perdían algo de si ante la homogeneización de los mundos de vida que se desplegaba desde la esfera política, no se vio con suficiente claridad que justamente ese era el único ámbito de realización que daba acceso a los demás espacios de emancipación. Aun vivimos en estado melancólico por la pérdida de nuestros sueños modernos originales, aun no somos capaces de imaginar nuevos sueños colectivos, nuestros instrumentales están un poco enmohecidos. Pero finalmente -esa es mi confianza- saldremos de este estado y podremos recrear la dinámica que une lo político, los sueños y la emancipación. Podremos encontrar la salida del laberinto moderno y, si tenemos algo de suerte y buen tino, quizás podamos encontrar el sendero borrado hacia Shangri-La. Mientras tanto podemos tomar los sueños del cinemascope y disfrutar de un simulacro que no lo es tanto.
Citas.
1. F. Jameson. Teoría de la postmodernidad. Madrid, Trotta. p. 41.
2. Christian Retamal. “Luchas utópicas y paraísos triviales.” Rev. El rapto de Europa. Nº 1. Madrid. Diciembre 2002.
Etiquetas de Technorati: ,,,

No hay comentarios: