Rev. Universum. v.23 n.2. Indexada por Scielo
Resumen:
En este artículo se analiza la visión de Michel Foucault respecto de las relaciones de poder y dominación desde la perspectiva de “Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos” de Max Horkheimer y Theodor Adorno- así como otros textos de Zygmunt Bauman. Esta estrategia permite exponer las afinidades y divergencias entre estos pensadores, lo que resulta de especial interés para comprender dichas nociones desarrolladas por la modernidad en los dos últimos siglos, sus conflictos asociados y su pertinencia para comprender nuestras actuales disyuntivas.
Summary:
This article analyzes Michel Foucault’s views regarding the relationship between power and domination from the perspective of the Dialectic of Enlightenment. Philosophical fragments by Max Horkheimer and Theodor Adorno – as well as other texts written by Zygmunt Bauman. This strategy exposes the affinities and divergences amongst these thinkers, which is particularly important to understand the notions developed by modernity in the last two centuries, their conflicts and appropriateness to better understand our current dilemmas.
*Doctor en Filosofía. Universidad Complutense de Madrid. Este artículo forma parte del Proyecto Regular 1070654 -financiado por FONDECYT- radicado en el ICSO de la Fac. de Ciencias Sociales e historia de la Universidad Diego Portales.
Modern subject,the Enlightenment,postmodernismConsideraciones sobre poder y dominación en la formación de la subjetividad moderna.
Al revisar las reflexiones de la teoría crítica respecto de las relaciones de poder en la modernidad, llama poderosamente la atención el rol asignado a la formación de la subjetividad. En efecto, toda la reflexión sobre el sí mismo ilustrado desarrollado en Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (en adelante DI) gira en torno a la subjetivación y sus contradicciones. Dicha preocupación encuentra sus antecedentes en el llamado kantiano a ser modernos y frecuentemente retorna bajo distintas formulaciones como en Modernidad y ambivalencia de Zygmunt Barman, que se plantea explícitamente como la continuación sociológica de DI[1].
En estas perspectivas la Ilustración, más que una época histórica claramente delimitada, es una actitud y un cierto sentido de pertenencia, un ethos. Pero la pertenencia tiene como su anverso ambivalente la soledad como una condición de la formación del sí mismo, que exige un cierto heroísmo vinculado al autosacrificio. Lo excepcional del heroísmo crea la posibilidad del acontecimiento que se opone a los ciclos fatales del destino. Por ello Michel Foucault indica que la modernidad siempre se ha definido como una forma de conciencia basada en la discontinuidad del tiempo[2]. Una ruptura con la tradición, un sentimiento de novedad y vértigo frente a lo nuevo, que va acompañado de una voluntad de impregnar el presente de heroísmo, como forma de autoconstrucción del sí mismo.
Nótese que el acto de heroificar el presente está íntimamente asociado a un yo en expansión. Una subjetividad fuerte que impone tal nivel de atracción a la realidad que logra torcer el tiempo a su alrededor convirtiendo su presente en el tiempo paradigmático que desvaloriza todo pasado por insuficiente. En efecto, esta subjetividad moderna procesa el presente devorando las experiencias y sumiéndolas en la caducidad. Pero también esta subjetividad liga el presente al futuro, ya que sólo desde este último tiempo podrá evaluar la fuerza de su heroísmo y la potencia del acontecimiento. En virtud de ello, el juicio de la historia se vuelve algo muy concreto en la producción de los discursos ilustrados. La historia lo ve todo. Registra cada momento de desarrollo de ese sí mismo en despliegue por el mundo.
Dicho despliegue es un acto de automodelamiento existencial que supone desarrollar unas ciertas habilidades de poder. Más aun, una de las conclusiones más importantes de DI es que la formación del sí mismo ilustrado tiene tanto como condición y finalidad el desarrollo del poder.
Por ello resulta de utilidad apoyarnos en los aportes de Foucault en su análisis de la Ilustración, como una actitud límite, que permite una estrategia basada en una “ontología crítica de nosotros mismos[3]”. De este modo, mediante un ejercicio reflexivo que se intenta desenlazar la paradoja entre las relaciones de poder y la declaración meramente formal del individuo libre. Dicha forma de indagación sobre la subjetividad se orienta, para el autor, en saber qué hacen y cómo llevan a cabo sus acciones los sujetos. Sólo así es posible ver la racionalidad organizadora de sus modos de acción y cómo reaccionan, actúan y modifican las reglas de poder.
La pregunta relevante que Foucault plantea es cómo hemos llegado a ser lo que somos. Evidentemente descartada una respuesta naturalista, la respuesta se centra en la matriz de individualización de la formación del sí mismo. La dialéctica de la Ilustración -y su dialéctica utópica derivada- tiene que objetivarse en las relaciones de poder que atraviesan lo social. Evidentemente aquello que denominamos como poder no existe como una entidad, una sustancia, sino que ante todo es una capacidad de sujetos concretos que están en un campo de tensiones y enfrentamientos, con intereses a veces divergentes o convergentes y que se influyen mutuamente. La tradición clásica del marxismo ya señalaba la dispersión del poder en la sociedad al modo de relaciones que se configuraban en el taller, la fábrica, los regimientos, el mercado, el sindicato, etc. Dichas relaciones de poder estaban marcadas por el enfrentamiento de los intereses contrapuestos del capital y del trabajo y sus respectivos sujetos, que lo eran justamente en virtud de esta lucha que los producía como tales. Así, las relaciones de poder no están definidas solamente como prohibición o límite impuesto. Tienen también un carácter formador de los individuos. Los sitúa socialmente, les entrega una cartografía cognitiva de su posición económica, política y existencial[4]. De más está decir que lo anterior no implica que los individuos sean meros reflejos de estas relaciones de poder y que no posean un grado de libertad relativa. Lo que importa destacar es que la perspectiva del mundo está previamente delimitada por estas relaciones y que romperla conlleva luchar contra su naturalización.
Las relaciones de poder forman el tejido social y a diferencia de lo afirmado en el marxismo clásico respecto de la primacía del enfrentamiento capital-trabajo como la gran productora de relaciones de poder, es la dialéctica de la Ilustración –descrita por Horkheimer y Adorno en DI- la que instaura relaciones de poder altamente diversificadas, que incluyen la pugna entre capital-trabajo. En efecto, ésta lucha queda subsumida, nunca disuelta, en medio de relaciones de poder que son anteriores, que la atraviesan y la resignifican. Igualmente, surgen relaciones de poder históricamente más tardías que se ven influenciadas, en un efecto de cascada, por las relaciones de poder más antiguas. Todo ello forma una corriente y un entramado que influye, produce y delimita lo que nuestra subjetividad ha llegado a ser. Por lo tanto, la producción del sí mismo es un hilo de continuidad en las relaciones de poder. Preguntarse cómo se tejen las relaciones de poder con la matriz de formación del sí mismo y como ello repercute en la subjetividad, es una tarea necesaria para investigar la crisis del utopismo moderno y de la propia modernidad, así como los espacios posibles para nuevas prácticas de la libertad y la emancipación.
Usando una expresión foucaultiana se podría decir que “la sociedad es un archipiélago de poderes diferentes[5]” donde las relaciones de poder funcionan localmente, con sus propias técnicas y procedimientos. Ellas se coordinan y mantienen jerarquías, conservando su especificidad. A su vez, las técnicas de poder se perfeccionan, influencian y mezclan produciendo saltos cualitativos. Toda matriz de creación del sí mismo implica un ejercicio de trabajo sobre sí para llegar a ser de un cierto modo[6]. Esto requiere de una peculiar economía en cuanto a la necesaria regulación de los recursos de poder, la administración del tiempo como una variable desglosada en términos de táctica y estrategia[7] y el uso de las relaciones de proximidad como elemento de definición del peligro y las alianzas. Todo esto obliga al yo a una permanente reflexividad, una mirada que, abarcando tanto los vectores del tiempo y el espacio, se vuelque sobre el propio sujeto para entregar una mirada de la “situación”.
Sin embargo, esta perspectiva nos plantea un problema, ya que la razón está desarrollando una continua reflexividad que supone un gasto “económico” difícil de soportar. ¿Entonces como se sostiene esta dinámica? La respuesta está en el carácter inercial que adoptan las conquistas de las relaciones de poder ya existentes y que crean el campo necesario para la solidificación de aquéllas que están naciendo. Esto permite una cierta discontinuidad del ejercicio de la razón sobre sí, lo que posibilita un manejo más “económico” de la propia mirada. Ello supone un uso administrado y discrecional del recuerdo y el olvido como dos complementariedades y no un par opuesto. En efecto, para Horkheimer y Adorno, toda cosificación implicaba un olvido[8] lo que era un ladrillo más en la construcción de una sociedad de clausura, una distopía. Sin embargo, el recuerdo también puede ser una cosificación en la medida que éste no es una recuperación de algo perdido que retorna desde un supuesto fondo original, sino que es una reconstrucción socialmente mediada y, por tanto, carente de inocencia.
Consecuentemente, el recuerdo y el olvido son complementarios y su uso depende de la discrecionalidad de la razón. De más está señalar que esta complementariedad no siempre y necesariamente está ligada a las relaciones de poder opresivas, sino que pueden estar presentes en el contexto de unas prácticas de la libertad. Conviene señalar aquí que, a pesar de todos los juicios negativos que se puedan hacer sobre la modernidad y las democracias liberales, no vivimos aun en sociedades de clausura. Por ello, el pesimismo frankfurteano resulta paralizador. Si bien es cierto que vivimos en un tiempo histórico, donde las relaciones de poder y de dominación están configurando posibilidades ciertas de sociedades de clausura también resulta acertado señalar que en medio de dichas relaciones existen prácticas de libertad que es necesario desarrollar, extender y diversificar. Por eso nos resulta de utilidad rescatar la distinción de Foucault entre las prácticas de la libertad y los procesos de liberación[9].
Los procesos de liberación están encadenados, por definición, a una oposición necesaria a los poderes que someten e imponen un cierto modo de ser. Por lo tanto, los procesos de liberación siempre hacen referencia a un eje de dependencia que es importante quebrar. Nos liberamos de alguien o algo. Las prácticas de la libertad, en cambio, poseen una dimensión más amplia, ya que están referidas a experiencias creativas que extienden el arco más allá de un poder delimitador y opresivo, como en el caso de los procesos de liberación. Tienen que ver más con el cuidado de sí y con una subjetividad propia que nace en el margen, aunque en oposición y resistencia a las relaciones de poder. Esto necesita de dos precisiones, 1º) las prácticas de la libertad requieren generalmente de un proceso de liberación como condición necesaria, aunque no suficiente, ya que surgen en un contexto social dominado por relaciones de poder preexistentes a las cuales oponerse. 2º) Las prácticas de la libertad son, ante todo, experiencias que definen sus actores y que rompen, por medio de un esfuerzo sostenido, el circuito de las relaciones de poder que se les han impuesto.
Foucault distingue las relaciones de poder y las relaciones de dominación como dos esferas autónomas. Las primeras cubren un campo amplio de las relaciones humanas, exceden lo político e institucional y reflejan un modo de existencia en planos múltiples; sexualidad, intersubjetividad, cotidianidad, etc. Las relaciones de poder se definen por el deseo de dirigir los comportamientos de los otros siendo móviles, reversibles e inestables. Se ejercen sobre alguien que posee libertad y, en virtud de ello, puede resistirlas. De este modo, así como en la sociedad están extendidas las relaciones de poder, también lo están las potencialidades para oponerse a ellas.
Las relaciones de dominación, en cambio, son relaciones de poder que se encuentran bloqueadas, se han vuelto irreversibles, inmóviles y fijas haciendo casi imposibles las prácticas de la libertad. Por lo tanto, para Foucault, lo odioso radica en los estados de dominación y no las relaciones de poder[10]. Lo importante en esta perspectiva es producir una adecuada gestión y regulación moral para que los juegos de poder no se transformen en estados de dominación[11]. En efecto, las relaciones de poder están radicadas en el seno mismo de las sociedades, no forman algo diferente o por encima de ellas que pueda suprimirse.
Ninguna utopía podría crear una sociedad sin relaciones de poder. Para Foucault esto no implica su carácter ineludible, sino su carácter histórico y la posibilidad de transformarlas. El análisis de las relaciones de poder implica conocer; 1º) el sistema de diferenciaciones que permite actuar sobre la acción de los otros; diferenciaciones jurídicas, económicas, de estatus, de privilegios, etc. Toda relación de poder pone en funcionamiento diferenciaciones que son, al mismo tiempo, sus condiciones y efectos. 2º) El tipo de objetivos perseguidos por aquellos que actúan sobre la acción de los otros haciendo que las relaciones de poder sean asumidas, naturalizadas e introyectadas como parte de un contexto preexistente, que se sobrepone a la propia conciencia de los individuos. 3º) Las modalidades instrumentales a través de las cuales se ejerce el poder. 4º) Las formas en que se institucionalizan las relaciones de poder que van desde las estructuras jurídicas, las instituciones cerradas en sí mismas (colegios, regimientos) o aparatos más complejos, como el Estado, que forman estructuras de control global que regulan y distribuyen las relaciones de poder en el conjunto social. 5º) Los grados de racionalización que intentan minimizar los costos tanto en el sentido económico, como en el sentido de optimizar la derrota de las resistencias[12].
A esto se agrega de modo inquietante que “cuanto más libre es la gente y más libres son unos en relación a los otros, mayores son los deseos en unos y en otros de determinar la conducta de los demás. Cuanto más abierto es el juego más atractivo y fascinante resulta[13].” Para Foucault las relaciones de poder se diferencian del simple ejercicio de la violencia, que es la forma primitiva y más cruda de dichas relaciones. Éstas recurren tanto a la violencia como al consenso en grados variables, sin que desaparezca la libertad como condición necesaria para que existan estas relaciones. Para el autor, cuando la violencia es permanente y unidireccional estamos ante un estado de dominación.[14]
En este punto quisiera plantear un desacuerdo con el autor. Las relaciones de poder tienden, por su propia dinámica, a convertirse en estados de dominación, lo que Foucault admite al reclamar una regulación de éstas. Una regulación externa que no puede obtenerse de la propia dinámica de los sujetos involucrados en el juego del poder. El problema es que, además de la fascinación y el atractivo del juego, que no es otro que el deseo de dominio, se producen ganadores y perdedores. Una repartición asimétrica del sufrimiento y el dolor, aparentemente mitigado por la promesa de la posible reversibilidad que convierta mañana en ganador al que hoy ha perdido. Igualmente, no todos entran al juego con los mismos grados de libertad y recursos. No existen los jugadores en igualdad de condiciones, por lo que el carácter inercial de las relaciones de poder llevan a que éstas tiendan a convertirse en dominación, haciendo más probable que el rol de ganadores y perdedores quede fijado, incluso antes de que el juego comience.
En efecto, las relaciones de poder propenden, por su propia lógica, a convertirse en estados de dominación. Llevan inscrita una determinación que no puede romperse intensificando el circuito del juego de poder o ingenuamente regulándolo para mitigar sus efectos. En efecto, el dominio es el paradigma por el cual las relaciones de poder se articulan y entrelazan en la interacción social. Es necesario comprender que el poder aparece siempre falto de realización, carente si se le compara con el dominio. De igual modo, es importante precisar que la libertad existe en grado variable tanto en las relaciones de poder, como en las de dominación. Incluso en el extremo de la esclavitud el sujeto posee un grado mínimo de libertad que justamente lo hace valioso como esclavo.
Esta libertad mínima tiene una doble faceta; por una parte es el campo posible de surgimiento de resistencias y procesos de liberación donde ya se incuban prácticas reducidas de la libertad y, por otra, es el centro mismo que constituye el interés y el plusvalor de la esclavitud, ya que el esclavo -y más tarde el obrero siguiendo a Marx- no constituyen simples mercancías. Al contrario, son reducidos en los estados de dominación a mercancías pensantes, que en uso de dicha libertad restringida y dirigida, generan otras mercancías y son una intermediación entre el centro de poder y la naturaleza, como ya lo describió Hegel en la dialéctica del Señor y el Siervo en la Fenomenología del Espíritu[15]. Es la autonomía lo que se esclaviza o se intercambia convertida en fuerza de trabajo, lo que demuestra que tanto las relaciones de poder como las de dominación no prescinden de la violencia, sino que la usan abiertamente y la diversifican notablemente hasta hacerla difícil de reconocer. El reconocimiento de que incluso en los estados más duros de dominación existen precarios espacios de libertad es imprescindible para concebir el origen de los procesos de liberación, de lo contrario, los estados de dominación estarían perpetuamente cerrados y sería imposible la dinámica emancipadora de la modernidad
II.
En resumen, las relaciones de poder tienden a convertirse en relaciones de dominio, porque el elemento común entre ambas es la matriz de individualización. Ésta determina que el modo de construcción de la propia subjetividad, el sí mismo, esté marcado por el mandato de la autoconservación sin ningún contrapeso. Sin embargo, Foucault tiene razón al señalar el carácter general y hasta ahora intrínseco de las relaciones de poder en el interior de las relaciones humanas, en condiciones que recuerdan mucho los planteamientos de Horkheimer y Adorno en DI. El poder es propio del modo de existencia humano. Como señala la dialéctica de la Ilustración, las relaciones de poder son pre-racionales, en el sentido de que pueden fundarse en estructuras de sentido míticas, mágicas o religiosas. La fundamentación y articulación racional del poder es tardía en la historia y supone niveles de creciente complejidad y racionalización. Su creación ha implicado una absorción de los materiales presentes en argumentaciones anteriores, manteniendo en estado virtual aquello que le podría ser útil. Así, absorbe las relaciones de poder y dominio que la modernidad parecía haber enterrado de una vez y para siempre, lo que se vuelve más acuciante con la globalización.
Las relaciones de poder, al tener una amplitud más general que las relaciones de dominio, exceden los marcos que el marxismo clásico estableció respecto de lo esperable de las revoluciones. En efecto, un cambio radical de las relaciones de producción, como las acontecidas en todas las sociedades de los socialismos reales, no tuvieron el alcance necesario para afectar las relaciones de poder que seguían operando en la formación de la subjetividad, del lenguaje, en la familia, en la sexualidad, en las escuelas, entre las etnias, en las relaciones de género, etc.[16]
Más aun, Foucault nos recuerda que la modernidad y el Estado absorbieron las formas de poder pastoral. Con este concepto Foucault hace referencia a como el Estado moderno integró una antigua forma de poder creada por las instituciones cristianas. Éstas se relacionan con los individuos y la comunidad de forma pastoral, es decir, se preocupa de todos y cada uno por separado (en una relación individual como en la confesión y el circuito de los sacramentos) durante toda su vida, para asegurar su salvación en el más allá, en oposición al poder político que es inmanente. Dicho poder se ejerce explorando y guiando las conciencias de los individuos produciendo una verdad de sí. El Estado moderno subsumió algunas de estas características creando una matriz de individualización, que pretende que esta salvación del individuo se convierta en un aseguramiento de su vida cotidiana frente a las incertidumbres de la reproducción material de la vida.
Las funciones pastorales fueron asumidas por diversos funcionarios e instituciones estatales; policías, maestros, médicos, psiquiatras, etc., y por el propio tejido social, particularmente la familia. La sociedad en su conjunto fue movilizada por el Estado y sus instituciones para asumir las tareas pastorales, que son, en definitiva, relaciones de poder que lejos de competir entre ellas, provocan una sinergia eficiente gracias a una adecuada delimitación por parte de las instituciones y las disciplinas en su moldeamiento de los individuos[17]. El resultado es la producción deliberada de una forma de subjetividad.
Esto demuestra, como señalan Horkheimer y Adorno, que los imperativos del dominio van más allá de las previsiones del marxismo clásico. Se necesitan nuevos instrumentos teóricos para dar cuenta de una dimensión cada vez más amplia e intensiva del poder, que los esquemas tradicionales nos permitían observar. Ciertamente, el problema fundamental de la Europa del siglo XIX, como indica Foucault[18], era la amplia dimensión de la pobreza y la miseria en medio de una fabulosa producción de riqueza, sin posibilidades de consenso. Las teorías del poder estaban enlazadas a las categorías de riqueza y pobreza y sus conceptos claves como la lucha de clases.
El siglo XX mostró un cambio de eje en el modo de entender el problema del poder, ya que lo que se develó como un problema de alcance mayor, fue la amplitud del control sobre los sujetos, independientemente de las relaciones de producción vigentes en las sociedades. Las luchas de nuevo tipo señaladas por Foucault se centran en el hecho de que el ejercicio de poder resulta opresivo en sociedades en que la democracia permite la diversidad de los modos de subjetivación. Por otra parte, estas luchas frente a las manifestaciones del poder no tienen el carácter clásico de las luchas revolucionarias, al modo de un enfrentamiento global y unitario de un pueblo o una clase, una lucha imperativa hasta asaltar el centro de poder.[19] En contraste, en las nuevas luchas –por la identidad sexual, religiosa, étnica, etc.,- se trata de desestabilizar los diversos centros de poder de manera sostenida.
En esta dirección, creo que es importante matizar dos puntos. 1º) Efectivamente resulta intolerable el ejercicio de cualquier forma de poder entendido como dominación. Pero este ejercicio puede ser aceptado y aun deseado cuando desde los mismos centros de poder se legitima su uso en pos del logro de una pretendida seguridad. Ese es el secreto y el misterio del totalitarismo. Más aún, esto puede suceder en contextos democráticos y con las instituciones y la prensa en pleno funcionamiento y a pesar de que éstas cumplan con su cometido liberal, como lo demuestran los cambios tanto en EE.UU., y Europa después del 11 de septiembre del 2001. La aceptación no tiene que ver con la verosimilitud racional de la amenaza y la deliberación democrática, sino con el sutil manejo de las sensaciones de inseguridad y riesgo, y más aún, con la inconmensurabilidad de los daños posibles. 2º) Lo anterior revela que las luchas de nuevo tipo, señaladas por Foucault, tienen una dimensión muy amplia, que toda lucha local es también global y viceversa. Que estas luchas no adopten un carácter revolucionario no significa que no tengan que ver con el entramado de las mallas del poder.
La transición de las relaciones de poder a las de dominación abarca tanto los espacios locales como globales y se apoya en la ampliación de la racionalización. Por eso debe distinguirse entre la razón como forma de producción de relatos de trascendencia heredados de la Ilustración, en segundo término como actitud secular de desmitificación del mundo y, en tercer término, las formas especificas de racionalidad y sus instrumentos prácticos.[20] Dichas distinciones no impiden la existencia de puntos de unidad entre la razón ilustrada y las diversas racionalidades, así como sus fracturas. Ello provoca el juego de dominación y emancipación propio de la modernidad.
Resulta coherente señalar entonces que las categorías de acumulación de capital y marginalidad, propias del marxismo, no han sido desplazadas. Muy por el contrario, se han reinsertado en un marco de control que no está circunscrito a un carácter meramente restrictivo, sino que tiene dimensiones productivas, formadoras de individualidad. En este sentido, las sociedades occidentales altamente desarrolladas han visto una sobreproducción de poder, en tanto que en las sociedades menos desarrolladas todavía la contradicción entre riqueza y pobreza se manifiesta con toda su crudeza oscureciendo otras formas de dominación. En la medida en que las sociedades se globalizan, las dimensiones del control y las luchas por la subjetivación se expanden a las sociedades en desarrollo. De este modo, en vez de una sustitución de las formas de poder, vemos mezclas inestables, volátiles, que conjugan represiones arcaicas y de alta tecnología, la ruda tortura y las sutilezas de las técnicas de consumo, la destrucción del cuerpo y su exquisito cultivo hedonista.
En este sentido la noción foucaulteana de biopoder resulta muy útil, ya que absorbe el antiguo derecho de vida y muerte que el soberano detentaba y que pretende convertir la vida en objeto administrable por parte del poder. En este sentido, la vida regulada debe ser protegida, diversificada y expandida. Su reverso, ya que es necesario contar con la muerte, ya sea en la forma de la pena capital, la represión política, la eugenesia, el genocidio, etc., como una posibilidad ejercida sobre la vida por parte de un poder que se fundamenta en su cuidado[21].
Para el autor el desarrollo del biopoder y sus técnicas constituyen una verdadera revolución en la historia de la especie humana. Ello porque la vida está completamente invadida y gestionada por el poder, lo que fue fundamental para la expansión del capitalismo al crear los instrumentos para la inserción “controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos”[22] que generó una expansión inaudita de la acumulación de capital. Aun más, lo inédito es que lo biológico se refleja en lo político, produciendo que la existencia vital entre de lleno en la modernidad, ya que los humanos, en función del poder que los rige, se juegan la vida en la política. Los efectos del biopoder hicieron que las sociedades se volvieran normalizadoras usando como instrumento la ley. Por otra parte, las resistencias entraron al campo de batalla que las estrategias basadas en el biopoder crearon, por lo que se centraron en el derecho a la vida y al cuerpo desplazando a otros objetos de luchas[23].
La noción de biopoder foucaultiana tiene una fuerte afinidad con la metáfora del jardinero de Zygmunt Bauman, que hace referencia a la contraposición entre -por una parte- culturas cultivadas, producidas, dirigidas y diseñadas y las culturas silvestres o “naturales” por otra. En la primera destaca la necesidad de un poder que ejerza un diseño artificial, ya que el jardín en que la sociedad se ha convertido no tiene los recursos necesarios para su propio sustento y autorreproducción, por lo que es dependiente de este poder. En las culturas silvestres, en cambio, los recursos de autorreproducción están en la propia sociedad y en sus lazos comunitarios. Allí el poder se asemejaría a un guardabosque que encuentra su sustento en lo que el bosque entrega “naturalmente” a cambio de cuidado. El traspaso de las culturas silvestres -ajenas al diseño social conciente- a las culturas jardineras fue el resultado más importante de la modernidad.
Ello supuso una rearticulación de las relaciones de poder por parte del Estado. El guardabosque era una relación ineficiente, en tanto que el jardinero contaba con un saber especializado que le permitía saber cuales eran las malas hierbas, las malezas, y como eliminarlas. Éstas crecen en las periferias de la sociedad serán los pobres leídos como clases peligrosas sobre los cuales se aplican y recaen las fuerzas del poder pastoral, al decir foulcaultiano. Bauman ha agregado que la realización completa del Estado jardinero se encuentra en el Estado totalitario propio del siglo XX, que encontró sus malezas en el judío, los gitanos o en cualquier sujeto posible del genocidio. En última instancia el genocidio sería la máxima concreción de la jardinería social, la depuración de las malezas en función de la realización de una imagen de lo que el jardín debe llegar a ser[24].
Foucault nos recuerda que en un plano general, la modernidad encuentra un soporte tanto en las ciencias sociales como en la filosofía para concretar la imagen paradigmática del sí mismo ilustrado en el Estado. Ello resulta más evidente en el influjo de las diversas filosofías del siglo XIX sobre la teoría de Estado[25]. Verdaderos Estados-filosofías que adoptan el carácter de utopías a crear. Por ello, no es de extrañar que el Estado engendrara miedo por su desmesurado poder de penetración en el tejido social. En efecto, podemos ver como el Estado moldeó tempranamente la identificación de la sociedad con la nación haciendo un ejercicio de depuración de las diferencias internas de las sociedades. Tanto en el caso del fascismo como del estalinismo vemos una cierta sacralización de determinadas filosofías que elevan el poder del Estado, aunque sea una intención declarada su eliminación o limitación. En este sentido, las filosofías adoptan un carácter ideológico en el sentido más clásico del término, ya que sirven de justificación a formas de liberación que generan nuevas formas de poder, más extensivas. Es necesario recordar el hecho de que la mayoría de las relaciones de poder encuentran un referente estatal porque desde el comienzo del Estado moderno, dichas relaciones se elaboraron, racionalizaron, centralizaron y dispersaron desde instituciones estatales.
Sin embargo, hoy junto al Estado -como una fuerza individualizadora y creadora de matrices de formación del sí mismo- aparece con igual o más fuerza el mercado, como un agente extraordinariamente formador. Por lo anterior, los análisis ya no pueden localizarse sólo en el Estado, ya que su misión es ahora compartida y complementaria con la del mercado. Aquí radica una de las críticas más interesantes a los modelos de análisis del poder que encuentran su referente en el Estado, ya que cómo señala Bauman los poderes se han dispersado entre distintos agentes que se integran en los niveles locales y globales, haciendo que las imágenes del totalitarismo y el colectivismo resulten anacrónicas. Ello no implica que las relaciones de poder y dominación sean más livianas, más soportables o más humanitarias, sino que se han vuelto más fluidas acordes a una modernidad líquida que encuentra sus arquetipos en la mezcla, la red, la hibridez y el movimiento[26].
En consecuencia, las nuevas relaciones de poder no pueden ser analizadas desde la antigua óptica de centros piramidales y centrales. Más aún, cuesta sostener la antigua idea de la residencia del poder en un específico grupo que detenta, por si sólo, la dominación. Se trata de una circulación global del poder, que se concentra y dispersa a través de redes automodificables, autoimpulsadas e inerciales. En consecuencia, el poder –siguiendo a Bauman- es una estructura que crea regularidad ontológica en medio de un mundo azaroso[27].
El ejercicio de estructuración continua del mundo es una actividad destinada a la producción de orden en medio del caos[28]. Su carácter intensivo se define por el impacto repetitivo, conmensurado, flexible aunque reglado, sobre los puntos sensibles de la red social. El poder se vuelve declaradamente materialista, ya que opera sobre el cuerpo como si fuera un nodo en tanto puntos de acceso y paso en una red. Éstos desplazan la noción de sujeto fuerte, ya que su rol ordenador puede ser sustituido dentro de una arquitectura variable, estabilizando la red. Éstos tienden a conducir las conductas, estructurar el campo de posibilidades de acción de los otros y sus respectivos ámbitos biopolíticos y anatomopolíticos.
Es interesante hacer notar que existe una contradicción entre el discurso ilustrado respecto de producir un sujeto fuerte y, por otra parte, que la práctica actual de las relaciones de poder nos conduzca a esta noción de nodos prescindibles, donde la sombra del sujeto fuerte nos suena a ironía. Es en este punto es donde las nociones ilustradas se vuelven inviables debido a las contradicciones entre sus prácticas de poder y sus discursos. En efecto, el nodo, como un remanente espectral del sujeto tiene una gran dificultad para interpretar su propia posición existencial en el mundo, así como los conflictos globales[29].
Pero es necesario matizar fuertemente esto. Caídos los metarrelatos o las narrativas de trascendencia, se ha extendido con inusitada rapidez y sin crítica, la afirmación respecto de la pérdida de cartografías cognitivas y existenciales. Indudablemente, la caída del marxismo como una fuente de interpretación del mundo, la subsiguiente debacle del socialismo y los proyectos emancipadores que se arropaban teóricamente en él, ha producido un vacío difícil de llenar tanto en el ámbito de las herramientas conceptuales como de las prácticas políticas. No es extraño que una cierta sensación de incertidumbre recorriera tanto las izquierdas políticas como intelectuales, ante la pérdida del “suelo” que las sostenía[30]. Sin embargo, la noción de la carencia de las cartografías existenciales me parece errónea, tanto si se quiere designar con ella una característica significativa de lo que se denomina la postmodernidad frente a la producción de seguridades de la modernidad, como si se desea designar un cierto relativismo radical para la autoconstrucción de las matrices de identidad y los estilos de vida.
Nociones como “un mundo desbocado”, “ambivalencia”, “sociedad del riesgo”, “caos”, entre otras, se hacen eco de una falta de teoría global y sistemática para entender la sociedad, así como de un extendido sentimiento de confusión e inseguridad existencial. Sin embargo, esto que afecta directamente el tejido social de los individuos, mirado desde el ángulo de las relaciones de poder y de dominación, se revela de un modo muy diferente. Los últimos veinte años han mostrado una reconfiguración completa de las relaciones internacionales y un cambio drástico del mapa geopolítico. La caída del campo socialista y su voraz integración al capitalismo global, demuestra que los centros de poder tienen un diseño deseado de lo que quieren que el mundo sea y han tomado las medidas para concretar tales cambios. Desde esa perspectiva, la cartografía cognitiva se entiende como un conjunto de relaciones de poder y dominación que podemos leer a través de una teoría. Gracias a ello conseguimos interpretar nuestra posición existencial y, en virtud de nuestra limitada libertad, logramos decidir nuestras acciones. Lo que ha entrado en una manifiesta crisis es la idea de poseer una teoría abarcadora para interpretar global y adecuadamente dichas relaciones y desprender las acciones consecuentes.
Por ende, lo que se verifica más certeramente es la carencia de cartografías cognitivas que puedan rotularse de progresistas. Dicho con más claridad, el mundo de izquierda se ve sometido a la falta de teorías unitarias y globales para la transformación del mundo. El mosaico de ideas, conceptos y estructuras emocionales que caracterizaban a los sectores progresistas, están siendo rápidamente desplazados por otras cartografías cognitivas, que están remodelando la subjetividad y que provienen de los tradicionales centros de poder y de la extensión de la sociedad de consumo. En los contextos de las nuevas luchas se requiere una diversidad de teorías que sean compatibles entre sí, dúctiles, flotantes y que renuncien a tener un carácter totalizador. En efecto, nos encontramos en un momento histórico de amplios cambios y enfrentamientos por la recomposición de las relaciones de poder y dominación a escala mundial.
Las cartografías cognitivas emergentes contienen nuevas relaciones de poder y dominación tecnológicamente superiores, que crean nuevas matrices de formación de la subjetividad. Pero a diferencia de la modernidad descrita por DI, ya no se trata de la homogeneidad y masificación totalitaria, sino de la producción de una diversidad de estilos de vida, donde los individuos mediante el consumo pueden confeccionar su subjetividad. Sin embargo, tras esta aparente diversidad permanecen muchas de las vigas maestras de la formación del sí mismo ilustrado. En efecto, bajo el imperativo de perpetuarse ha tenido que renunciar incluso a una cierta parte de su coherencia interna y su racionalidad. Es una cualidad de la razón saber incluso cuando debe suspender su actividad.
Los conceptos que marcan el énfasis en el caos, la ambivalencia y todo su campo semántico asociado tienen una doble dimensión. Por una parte designan el anverso inconmensurable de la propia modernidad en su intento de desplegar una racionalidad totalizadora, que genera peligros que se escapan a las posibilidades de control de cualquier agente institucional, estatal o multinacional. Otra dimensión opera en un sentido distinto. En el nivel de los individuos que experimentan el descontrol de su propia vida a manos de una sociedad que consagra los riesgos y la inestabilidad como una característica permanente de las nuevas relaciones sociales. Esto supone que, junto a la sensación de una nueva libertad producto de la secularización de las sociedades occidentales, emerja paralelamente una cierta inseguridad vital respecto de las posibilidades reales de llevar a cabo los proyectos de vida a los que estamos impulsados por la adquisición de una cierta mayoría de edad y por nuestro modos de concebir la subjetivación.
El paradigma de esta inseguridad existencial se encuentra en la flexibilización laboral y el consecuente desmontaje de los dispositivos de protección e integración sociales, que arrojan a los individuos a formas de precariedad ontológica y existencial que parecían superadas e incluso premodernas. Consecuentemente, en el primer caso nos encontramos con ciertos efectos perversos no deseados de la modernidad, que provienen de su propia lógica de dominio y de totalización. En el segundo, en cambio, nos enfrentamos con efectos que son deseados y forman parte de las nuevas cartografías emergentes.
Como señala Foucault[31], las nuevas luchas convierten al proceso de subjetivación en uno de los centros de enfrentamiento más importantes. Interrogarse cómo hemos llegado a constituirnos en lo que somos, nos hace ver las sedimentaciones de las relaciones de poder que han operado sobre nosotros, formándonos de acuerdo a un patrón de subjetividad basado indudablemente en los procesos de formación del sí mismo ya descrito. Desde la perspectiva foucaultiana, las luchas por los procesos de subjetivación se superponen a las luchas económicas y políticas.
Se hace necesaria una teoría crítica sobre lo que somos y los modos alternativos de reconfigurarnos frente a las matrices de individualización dominantes. Para Foucault no se trata de liberar a los sujetos del Estado, sino de los tipos de individualización que éste ha creado, lo que resulta más relevante frente a la supremacía del mercado. Por ello es necesario explorarlos, ya que son anteriores y paralelos a las otras formas de luchas, particularmente las de clases. Sin embargo, es necesario volver a recalcar las diferencias con Foucault respecto de la inevitable tendencia estructural de las relaciones de poder a convertirse en estados de dominación. Desde el análisis precedente es posible entender como el proceso de formación del sí mismo ilustrado, eje central del sujeto moderno, se engarza completamente con el juego de las relaciones de dominación que subsumen y atraen todas las formas posibles del poder.
En efecto, la modernidad si quiere rescatar su proyecto emancipador tiene que volver a renovar el llamado kantiano a ser modernos, pero sobre bases completamente nuevas inspiradas en la diversificación y autodiseño de las matrices de individuación. Podría señalarse –con cierta ironía- que la modernidad ya no es lo que solía ser. El juego de poder sigue abierto.
[1] Max Horkheimer y Theodor Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid, Trotta. 1998. Zygmunt Bauman. Modernidad y ambivalencia. Barcelona, Anthropos. p. 39 y ss.
[2] Michel Foucault. “¿Qué es Ilustración?” Revista de filosofía Anábasis. Nº 4. Año III. 1996. p. 16 y ss.
[3] Ibid. p. 23. y ss.
[4] M. Foucault. “Las mallas del poder”. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Vol. III. Barcelona, Paidós. 1999. p. 236 y ss. También, “Verdad y poder”. Estrategias de poder. Obras esenciales. Vol. II. Barcelona, Paidós. 1999. p. 48.
[5] M. Foucault. “Las mallas del poder”. Op. Cit. p. 239.
[6] M. Foucault. “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales.Op. Cit. p. 394.
[7] Para ver como Foucault fundamenta su concepto de estrategia ver“El sujeto y el poder”. En H. Dreyfus y P. Ravinov. Michel Foucault; más allá del estructuralismo y la hermenéutica. México D.F. UNAM. 1998. p. 243 y ss.
[8] M. Horkheimer y T. Adorno. Op. Cit. p. 275.
[9] M. Foucault. “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”. Op. Cit. p. 395.
[10] Ibid. p. 412. Igualmente, “El sujeto y el poder”. Op. Cit. p. 241 y ss.
[11] M. Foucault. “La filosofía analítica de la política”. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Op. Cit. p. 118 y 119. Además: “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”. Op. Cit. p. 410 y 411.
[12] M. Foucault. “El sujeto y el poder”. Op. Cit. p. 241 y ss.
[13] M. Foucault. “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”. Op. Cit. p. 415.
[14] M. Foucault. “El sujeto y el poder”. Op. Cit. p. 239 y ss.
[15] G. W. F. Hegel. Fenomenología del Espíritu .México. DF. Fondo de Cultura Económica. 1988. p. 117 y ss.
[16] M. Foucault. “Diálogo sobre el poder”. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales.Op. Cit. p. 68.
[17] M. Foucault. “Omnes et singulatium: hacia una crítica de la razón política” En La vida de los hombres infames. Madrid, La Piqueta, 1990. Igualmente, La filosofía analítica de la política. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Op. Cit. p. 124 y ss. Finalmente, “El sujeto y el poder”. En H. Dreyfus y P. Ravinov. Michel Foucault; más allá del estructuralismo y la hermenéutica. México D.F. Nueva Visión.1998. p. 232 y ss.
[18] M. Foucault. “La filosofía analítica de la política”. Op. Cit. p. 113.
[19] Ibid. p. 122 y ss.
[20] M. Foucault. “Estructuralismo y postestructuralismo”. En Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Op. Cit. p. 324.
[21] En este sentido, Foucault distingue dos técnicas de biopoder surgidas en los siglos XVII y XVIII; la primera es la anatomopolítica que se caracteriza por ser una tecnología individualizante del poder, basada en el escrutar en los individuos sus comportamientos y su cuerpo con el fin de anatomizarlos, es decir, producir cuerpos dóciles y fragmentados. Está basada en la disciplina como instrumento de control del cuerpo social penetrando en el hasta llegar hasta sus átomos; los individuos particulares. Vigilancia, control, intensificación del rendimiento, multiplicación de capacidades, emplazamiento, utilidad, que llega a encontrar su paradigma en el fordismo y el taylorismo. El segundo grupo de técnicas de poder es la biopolítica que tiene como objeto a poblaciones humanas, grupos de seres vivos regidos por procesos y leyes biológicas. Esta entidad biológica posee tasas conmensurables de natalidad, mortalidad, morbilidad, movilidad en los territorios, etc., que pueden usarse para controlarla en la dirección que se desee. Así, según la perspectiva foucaultiana, el poder se torna materialista y menos jurídico, ya que ahora debe tratar respectivamente -a través de las técnicas señaladas- con el cuerpo y la vida, el individuo y la especie. Cabe agregar que el punto de articulación entre ambas técnicas radica en el control de la sexualidad como mecanismo de producción disciplinal del cuerpo y las regulaciones de poblaciones.
[22] M. Foucault. Historia de la sexualidad. Vol. 1. La voluntad de saber. Madrid, Siglo XXI. 1998. p. 168 y ss.
[23] M. Foucault. “Las mallas del poder”. p. 243 y ss. Igualmente, “Nacimiento de la biopolítica”. p. 210 y ss. Ambos en Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Op. Cit. Finalmente, “El sujeto y el poder.” Op. Cit. p. 239. A propósito de esto, Scott Lash ha sostenido muy certeramente que los análisis foucaultianos despliegan un evolucionismo distópico en contra de las metanarraciones utópicas del cambio social. Scott Lash. “La reflexividad y sus dobles: estructura, estética, comunidad”. En Ulrich Beck, Anthony Giddens y Scott Lash. Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. Madrid. Alianza. 1997. p. 139.
[24] Zygmunt Bauman. Modernidad y ambivalencia. Barcelona, Anthropos. 2005. Págs. 77 y siguientes. Para ver como el autor ha seguido desarrollando la metáfora del jardinero como Estado totalitario y su expresión en el genocidio ver; Modernidad y Holocausto. Madrid. Ed. Sequitur. 1998. p. 148 y ss. Para las implicancias estéticas, La posmodernidad y sus descontentos. Madrid. Akal. 2001. p. 13 y ss.
[25] M. Foucault. “La filosofía analítica de la política”. Op. Cit. p. 115 y ss.
[26] Z. Bauman. Modernidad líquida. México DF. F.C.E. 2000. Christian Retamal. “Crisis de la interpretación de la modernidad en la teoría crítica. Consideraciones desde la ontología de la fluidez social.” Rev. Política y Sociedad. Nº 47. p. 56. Sobre la hibridez ver; May Joseph. “Hibridación”. En Michael Payne. Diccionario de teoría crítica y estudios culturales. Paidós, Buenos Aires, 2002. p. 384.
[27] Z. Bauman. Modernidad y Holocausto. Op. Cit p. 278.
[28] M. Foucault. “Los intelectuales y el poder”. En Estrategias de poder. Obras esenciales. Op. Cit. p. 112.
[29] Fredric Jameson. Teoría de la postmodernidad. Madrid. Trotta. 1998. p. 62.
[30] C. Retamal. “Melancolía y modernidad”. Revista de Humanidades. Nº 10. 2004. p. 98 y ss. También “¿Por qué la vida no es en Cinemascope?” En Revista El rapto de Europa. Nº 7. Madrid.
[31] M. Foucault. “El sujeto y el poder”. Op. Cit. p. 227 y ss.
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- “Melancolía y modernidad.” Revista de Humanidades. 10. Universidad Andrés Bello. 2004. pp. 89-99.
- “Crisis de la interpretación de la modernidad en la teoría crítica. Consideraciones desde la ontología de la fluidez social.” Revista Política y Sociedad. Universidad Complutense de Madrid. Nº 47. 2007. pp. 33-48.
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