2 feb 2010

Crisis de la interpretación de la modernidad en la teoría crítica. Consideraciones desde la ontología de la fluidez social.

Christian Retamal.
Publicado en "Política y Sociedad." Vol. 43, nº 2.
Revista de la Fac. de Ciencias Políticas y Sociología. Universidad Complutense de Madrid.
Resumen.
En el presente texto se examina la visión de la modernidad de la teoría crítica a la luz de la ontología de la fluidez social. Para ello se recurre a un análisis de “Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos” -y honeymoon sardinia (42)parte de la bibliografía que de ella se deriva- para mostrar que el diagnóstico inicial de dicha corriente ha resultado ampliamente
superado por la licuefacción moderna. Mientras el diagnóstico inicial estaba determinado por las experiencias del Holocausto y el totalitarismo en sus distintas versiones, la ontología de la fluidez social encuentra sus referentes en la expansión del capitalismo global, la revolución tecnológica y la cultura mediático virtual. Por ello cabe preguntarse que queda de las perspectivas originales de la teoría crítica en cuanto donante de una interpretación de la modernidad hoy en crisis. Igualmente, se analizan los aportes que la teoría crítica puede allegar a la comprensión de la fluidez social.
Abstract.
In the present paper, the critical theory view of modernity is studied from the ontology of social fluidity standpoint. To do that, “Dialectics of Illustration, Philosophical Fragments” –and part of the bibliography derived from it- is analyzed, in order to show that the initial diagnosis of such philosophical current has been largely overcome by modern liquefaction. While the initial diagnosis was determined by the experiences of Holocaust and totalitarism in their different manifestations, the ontology of social fluidity stems from the expansion of global capitalism, the technological revolution and the virtual mediatic culture. For that reason, it makes sense to ask about the extent to which the original perspectives of the critical theory still remain as a source of an interpretation of modernity, nowadays in crisis. In addition to this, the contributions of the critical theory could provide to understand social fluidity.


Introducción.
La creciente fluidificación de lo social nos enfrenta a la necesidad de replantearnos nuestras tradicionales interpretaciones de la modernidad. Muchas de esas interpretaciones tienen el carácter de “instituciones zombis” -parafraseando a Ulrich Beck- ya que no están completamente muertas y por ello desechadas, pero tampoco nos proporcionan el tipo de respuestas que necesitamos frente a las nuevas situaciones. Más aun, nos quedamos con la sensación de una respuesta incompleta o desfasada en el mejor de los casos. Una de las interpretaciones de la modernidad que más influencia ha ejercido es la elaborada por la teoría crítica, a la que Zygmunt Bauman en las páginas iniciales de Modernidad Líquida (2002:21) cuestiona en base a la oposición largamente afianzada entre dominación y emancipación. Desde el campo de la teoría crítica se elaboraron nociones como capitalismo tardío, sociedad administrada, modernidad tardía, entre otras, que aun hoy tienen una amplia influencia. La crítica de Bauman se fundamenta en el carácter sólido de estas nociones que han sido licuadas por los flujos de esta nueva estructura moderna. Por otra parte, el autor destaca que la defensa frankfurteana de un individuo invadido desde la esfera pública -que se torna creciente e inexorablemente totalitaria- resulta hoy errónea. Al contrario, existe una imperiosa necesidad de liberar a la esfera pública de la colonización de la privatización, una tarea que la teoría crítica debiera asumir despojándose de su interpretación de la modernidad como unidad pétrea, lo que sería una tarea por desarrollar prácticamente en el sentido opuesto de sus reflexiones en el siglo XX. En tal sentido, cabe replantearse la imagen moderna que la teoría crítica nos proporcionó a la luz de la ontología de la fluidez social, justamente como una de esas imágenes privilegiadas que tienen un carácter zombi. Este replanteamiento nos aportaría valiosos indicios respecto de la transición que implica la fluidificación desde una perspectiva que en su momento radicalizó la visión de la modernidad.
1. La crisis de la dialéctica de la ilustración.
Para ello propongo una vía diferente a la que planteara Bauman, ello porque su cuestionamiento a la teoría crítica resulta incompleto -y en cierto modo desfasado- ya que no considera como ésta construyó su imagen de la modernidad. La descripción frankfurteana de la modernidad puede resultar -considerada desde una óptica contemporánea- rígida, sólida, pesimista, fuente de aporías irresolubles. Sin embargo, es posible construir un cuestionamiento más consistente de la teoría crítica a la luz de la emergente fluidez social si consideramos la génesis de la reflexión sobre la modernidad que hoy parece diluirse. Para ello planteo una crítica centrada en la concepción de una dialéctica de la Ilustración tendiente al totalitarismo como una imagen final de la modernidad en dos pasos. Primero, someter a análisis las premisas por las cuales se producen las contradicciones que movilizan dicha dialéctica. Segundo, fijar nuestra mirada sobre los momentos de dicha dialéctica como una escalada inexorable hacia la solidificación-petrificación de la modernidad. Para lo anterior usare como hilo conductor -aunque no de manera excluyente- uno de los textos bases de dicha escuela. Me refiero a “Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos” de Max Horkheimer y Theodor Adorno (En adelante DI). Originalmente publicado en 1944 este libro tuvo una muy restringida circulación ya que sus autores temían sus implicancias, especialmente las posibles lecturas antimodernas y conservadoras que pudieran derivarse de sus conclusiones. Allí los autores identifican la Ilustración como el núcleo de la modernidad, su eje de articulación y el escenario de las contradicciones que motivan su movimiento.
1.1. En este sentido, la Ilustración es un modo de construcción de la civilización, más que una determinada época histórica consagrada por la Revolución Francesa. Es el punto donde la modernidad toma conciencia de sí y asume el proyecto de emancipación y totalización de una visión de mundo. Por tanto, para los autores corresponde preguntarse por el proceso por el cual la subjetividad moderna se forma, emancipa y afirma en el espacio público. Ella surge de un proceso de liberación y autotransformación que implica la formación de un sí mismo que se opone a las condiciones que lo mantienen en una minoría de edad, esto es, sometido a un conjunto de reglas ywallpaper procedimientos que generan una narrativa de trascendencia no sometida al juicio de la razón y que, por ello, se convierte en una fuente de dominio basado en la fe y el prejuicio. En este contexto una narrativa de trascendencia es, ante todo, un instrumento que pretende poner orden en un mundo caótico y azaroso, diluyendo la experiencia desgarradora de los límites humanos en un trasfondo de coherencia cósmica. En consecuencia, puede entenderse que las narrativas religiosas, las diversas formas de la metafísica, especialmente su rama ontoteleológica, así como los discursos ideológicos y utópicos, tendieron a constituirse en narrativas de trascendencia que articulan un sentido de la realidad y de la temporalidad humana permitiendo un desborde organizado de la finitud.
Como se sabe, la base desde la que arranca el planteamiento de Horkheimer y Adorno es que la Ilustración está sometida a una tendencia de la razón al dominio de la naturaleza por medio del desencantamiento del mundo (1998:59). En este sentido, los autores ampliaron y profundizaron la crítica de la cosificación y la racionalidad instrumental más allá de los comienzos de la modernidad capitalista hasta el proceso de hominización y su relación con la formación de la vida civilizada entendida como vida separada de la naturaleza (Habermas, 1999. Vol. 1:483). Su objetivo es la disolución sistemática de todos los mitos y la explotación de una naturaleza reducida a pura materialidad. La Ilustración no tolera lo diverso y procesa la diferencia convirtiéndola en un objeto carente de sentido propio. Sin embargo, para los autores, esta tendencia de la razón se encuentra ya presente en los mitos, que poseen su propio momento ilustrado. Éste se produce cuando los mitos al intentar narrar y nombrar lo que verdaderamente pretendían era explicar, controlar, dominar y agregaríamos, recordando a Bauman (2005:21), definir la realidad introduciendo relaciones asimétricas de poder. Ello estaría verificado por la transición del mito a la mitología, de la narración a la doctrina, de la contemplación a la racionalización. En definitiva, el mito termina diluyéndose en la racionalización inherente a la Ilustración (Horkheimer y Adorno, 1998:21). Así, la noción de orden implica necesariamente el control de toda forma de fluidez y su estabilización (Bauman, 2005:29).
Pero el efecto más contradictorio es que la Ilustración se vuelve ella misma mitología ya que a través de los procesos de racionalización y desencantamiento, reintroduce el dominio en la sociedad. Éste se expresaba primero en la dependencia humana respecto de la naturaleza trasladándose luego a formas de control social que ubican a los individuos en situaciones de dependencia frente a los poderes constituidos. Ciclo, destino, dominio del mundo, temporalidad cerrada de lo existente, son categorías que retornan desde el arcaico pasado de las mitologías para cristalizarse en la modernidad (1998:80). En efecto, la Ilustración se vuelve mitología al elevar el poder de la razón como meta y fundamento de sí. Su identidad está configurada en el dominio de la naturaleza ahora dividida, ya que el señorío sobre la exterioridad reclama el dominio sobre la interioridad. Todo el progreso social, la creación de cultura, la protección de la vida están indisolublemente unidos al ejercicio del poder en escalas siempre crecientes, como lo confirma la noción posterior de biopoder de Foucault y la metáfora del Estado jardinero[2] de Bauman. Siguiendo con esta interpretación la Ilustración llega a la conclusión de que la articulación del sí mismo implica que el poder es la base de la subjetivación (Ibíd:64). A partir de allí comienza el largo camino de la formación de la identidad ilustrada guiada por la razón. En el proceso absorbe toda diferencia e incluso toda resistencia le es funcional, ya que la obliga a convertirse en una oposición argumentada.
Horkheimer y Adorno recurren en DI a La Odisea como un ejemplo paradigmático en que el mito muestra su momento ilustrado ampliable al proceso civilizador en su conjunto. Como señala Ramón Ramos Torre en ella encontramos el punto de intersección entre los humanos, los dioses y la naturaleza, lo que hace que el espacio-tiempo de los primeros esté marcado por la heterogeneidad, el dinamismo y la contingencia (Ramos Torre, 1999:223). Esta característica de la acción trágica es lo que permite a los autores mostrarnos la tragedia como un escenario privilegiado de la construcción del sí mismo en proceso de ilustrarse. Ella ejemplifica el proceso por el cual la razón asimila la subjetividad de los dioses como una condición a lograr, lo que se expresa en la soberanía respecto del mundo como cosa dominada. Así, el proceso de formación del sí mismo moderno gira en torno de la identidad abstracta del poseer. De esta manera el mana, que fue entendido como el espíritu movedizo, el eco de la superioridad de la naturaleza sobre la razón humana, el sustrato de toda forma de animismo que inserta la ambigüedad entre animado e inanimado, sujeto y objeto, quedó delimitado, restringido y dominado por la racionalidad[3].
El mana opone resistencias a la formación del sí mismo que pretende trocearlo para capturar su polisemia que es una amenaza al principio de identidad. Horkheimer y Adorno nos indican que el grito de terror frente a la propia finitud existencial demuestra la precariedad existencial permanente de la vida y la ruptura de toda seguridad ontológica definitiva frente a lo cual el lenguaje resulta inútil (1998:70). Para la Ilustración, la protección sólo puede ser conseguida por medio de la domesticación de la diferencia, del amurallar las fronteras que delimiten claramente el adentro y afuera. Sólo de este modo es posible sobrellevar la amenaza de la existencia indiferenciada, carente del conocimiento de sí y del otro propio de la naturaleza (Bauman, 2005:76). En este punto la Ilustración afirma como una característica general de la modernidad la delimitación de fronteras que se expresa en un rango amplio, desde el epistemológico hasta el biopolítico (Bauman, 1998:26; Retamal, 2004:30). Dicha pérdida reintroduce el espectro de la ambivalencia y la polisemia inacabable como manifestaciones de la movilidad incesante de la naturaleza. Podemos suponer entonces que en esta interpretación de la modernidad existe una fluidez original -amenazante e incontrolada- frente a la cual se articulan los procesos de racionalización. No sería una fluidez social, sino que una marcada por la naturaleza que se torna abismal y que debe ser cercada por la razón. En un sentido más general encontramos una oposición entre la aspiración a la quietud representada por el orden y la estructuración y el miedo a la fluidez encarnado en el mana que se presenta con un campo semántico marcado por la ambivalencia, la polisemia y la disolución.
Para la Ilustración un mundo dominado por el mana no tiene salida y es eternamente igual a sí mismo, pero no al modo de un tiempo congelado, como en el caso del totalitarismo moderno, sino como un tiempo que fluye en un continua necesidad de repetición (Horkheimer y Adorno, 1998:71). Las relaciones naturales permanecen cerradas en el círculo del destino indiferente a la suerte de los individuos. La naturaleza se vuelve una totalidad abrumadora provocando el horror en los individuos que en cuanto singularidades son irrelevantes. Por lo tanto, la Ilustración así entendida excluye el retorno a una naturaleza virginal y acogedora, ajena al dolor. Esto se expresa en la tragedia griega al mostrarnos que en un principio ni siquiera los dioses estaban por encima del imperativo del destino, que era expresión de ciertas fuerzas naturales. El momento ilustrado del mito nos muestra cómo la naturaleza comenzó siendo dominada por la asimilación y luego por el trabajo (Ibíd.:73). Recordando a Walter Benjamín, se puede indicar que la violencia mítica es la expresión más definitoria de los dioses. En efecto, se castiga una infracción contra el curso del destino petrificado en las formas del derecho. El poder consagra al derecho y el derecho institucionaliza al poder (1971:71). Pero el derecho establecido por la violencia mítica es destruido posteriormente por la violencia divina de los dioses monoteístas, que representan un salto en la representación subjetiva de la voluntad de poder[4]. Asistimos a una ampliación, centralización y solidificación de las imágenes de dominación que la Ilustración hace suyas. En dicho proceso la naturaleza se tornó espectral. Pasó de ser el espacio inconmensurable del caos y la disolución, donde era necesario construir islas de seguridad, unidad y regularidad, a la naturaleza domesticada como medio de producción.
Para la teoría critica la naturaleza se convirtió en un objeto utópico fundamental en la medida que su representación -una fisura en el mundo social- subvierte y pone en tela de juicio el conjunto de relaciones de poder y dominación que conforman nuestro proceso de subjetivación. En ese sentido, representa un espacio de lucha especialmente complejo y con consecuencias imprevisibles. El campo semántico de la naturaleza se resignifica como una liviandad en la disolución, una liberación de la rigidez propia de la intensa estructuración social impuesta por la modernidad. El paradójico resultado de la Ilustración radica en la redundancia del dominio (Horkheimer y Adorno, 1998:82). De este modo, la teoría crítica muestra una de sus grandes debilidades al concluir en un pesimismo extremo que convierte la interpretación de la modernidad en un callejón sin salida. En efecto el discurso de la emancipación termina en la dominación como una categoría cerrada, verdaderas sociedades de clausura que son el reflejo de las distopías. Por ello podríamos indicar que el pensamiento frankfurteano en profundamente utópico en sus imágenes de la emancipación y profundamente distópico en las de la dominación.
La razón ilustrada adopta el principio según el cual el único y primer fundamento del conocimiento es autoconservarse, por lo que se sitúa en el plano estratégico de la lucha y es la base de la racionalidad instrumental. Por otra parte, los extremos de la vida, sus bordes, son catalogados como las fronteras de la disolución del sí mismo. De ahí que la convocatoria del romanticismo, del arte como vanguardia, represente un retorno muy mediado del mana, casi al modo de un eco lejano. Sin embargo, es un regreso donde se cruzan múltiples interpretaciones; como en el surgimiento de los marginales de la historia, que como sujetos emancipados son vistos por la burguesía como la expresión de la naturaleza, que desborda los márgenes previamente asignados. También al modo en como el Señor ve en el Siervo no sólo la mediación necesaria con la naturaleza transformada en cosa, sino también como aquel que habla en representación de la naturaleza, gracias al trabajo que los comunica y los asimila en un mismo destino. Es vital para el sí mismo, en su camino de lograr el señorío, mantener su centro, formado por el imperativo de conservarse y dominar con tal objetivo toda diferencia. Estas son las premisas esenciales en las que DI fundamenta sus críticas a la Ilustración. Por debajo de ellas podemos ver que hay una tensión no suficientemente explicitada entre la formación de estabilidad y el extremo de la disolución que es presentada como la muerte o la locura. La consecuencia es que la modernidad crea unos modos de subjetivación basados en la solidez entendida como dominio que contiene su anverso de temor a la disolución. En efecto, la disolución está al final de la cadena semántica de la fluidez, por lo que ésta es vista en cualquiera de sus formas como un atentado a la modernidad soñada por la Ilustración. Para ella la fluidez es una amenaza que es necesario controlar por medio de la racionalización y las estructuras burocráticas que canalizan el flujo de lo social. Ciertamente aquel movimiento de lo que “fluye” es entendido como sólidos que se vinculan bajo un paradigma mecanicista en que la sociedad forma un gran maquinaria que es necesario mantener aceitada, pero en que las partes deben mantener la forma constante para que no estropear el complejo proceso de expansión de las fronteras modernas. La perdida de forma es entendida como un desgaste, una fatiga de material que supone un tropiezo. Por ello, siguiendo la lógica de DI, nos encontramos ante un límite riguroso de maleabilidad en los roles, en las identidades, las relaciones, etc. Dicho límite cada vez se encuentra más acotado en la medida que la propia dinámica moderna hace que la racionalidad instrumental cierre las posibilidades de nuevos derroteros espacio-temporales. O para decirlo en otros términos, en la mirada de los autores la modernidad es un tren que transita por unos carriles bien establecidos y cuya única estación terminal es el totalitarismo ya sea en versiones fascistas, estalinistas o en una aparente democracia de masas como sociedad administradas. Estos matices no afectarían el carácter centralmente desbocado de la modernidad. Por ello, la metáfora de la revolución como el freno de mano de la modernidad caló hondo no sólo en la propia teoría crítica, sino en amplios sectores del marxismo occidental.
Esta lectura supone que la modernidad en cada una de sus elecciones pierde no sólo capacidad de maniobra, sino lo que es más importante pierde también maleabilidad. En este sentido, esta condición de transformación que en nuestro idioma es asignada en principio a los metales, supone que la modernidad recorta incesantemente sus capacidades de autotransformación. La modernidad fue -como apunta Bauman- un sólido que se enorgullecía de su capacidad de tal. Pero el ideal de un sólido es la ausencia de movimiento en su interior y una completa indiferencia por la exterioridad. Ello supone en el caso de la modernidad una afirmación del etnocentrismo y el racismo en la relación con la exterioridad y aquellas diferencias interiores no claramente asimilables. Por otra parte supone la destrucción de los ideales de las democracias liberales bajo el peso del totalitarismo, que para estos efectos, debemos definirlo como una condición general de dominio ideológico racional de una facción sobre la totalidad de las esferas sociales, sobre las cuales ejerce poder de manera diversificada. De ese modo las amarra a una cierta interpretación de la realidad social que excluye deliberada y violentamente otras posibilidades de interpretación y que recurre con frecuencia al genocidio como elemento de “limpieza social”. Más específicamente el totalitarismo se caracterizaría por una ideología omnicomprensiva, la organización de un partido único, una policía secreta desarrollada y el control monopólico de los medios de comunicación, los instrumentos de la violencia estatal, así como la manipulación directa del tejido social. Por cierto que podríamos agregar otras muchas características, sin embargo lo ya apuntado nos permite extender el arco de la definición del totalitarismo para entender su dimensión completamente moderna y al mismo tiempo verlo como una articulación sociopolítica que puede tener diferentes manifestaciones especificas, manteniendo aun así sus elementos comunes. En efecto, el totalitarismo tiende a la estabilidad absoluta, la completa exclusión del movimiento entendido como expresión del cambio que abre posibilidades no previstas y, por ello, coincidiría en la versión de la modernidad de DI con el desarrollo de la modernidad occidental en la primera mitad del siglo XX.
En consecuencia, puede señalarse que DI es una extrapolación radical del proceso civilizatorio que concluye en una modernidad totalitaria. Por ello debemos recalcar las condiciones históricas que producen y justifican esta interpretación y que al mismo tiempo nos muestran sus límites para comprender la actual fluidificación de lo social. Ello no significa que los autores no tuvieran en cuenta la dimensión de cambio que la modernidad instaura y expande en el globo. Pero si bien la modernidad tiene una doble faz en la que por una parte construye solidez y por otra parte hace que “todo lo sólido se disuelva en el aire” su dialéctica hace que las disoluciones sólo sean la antesala de nuevos procesos de construcción de solidez. Por ello la disolución es un proceso intencional, subordinado y de limpieza que supone crear espacio para los nuevos logros modernos. Muchas veces se ha acentuado el aspecto disolvente de la modernidad olvidando que éste sólo cobra sentido en la medida que sirve a un proyecto de reconstrucción, como lo demuestra la importancia de los diversos utopismos modernos. Para DI, la fluidez está implícita en el “momento” disolvente de la modernidad al modo de una destrucción de los mundos de vida y las certidumbres. Sin embargo, el peso del totalitarismo sobre la teoría crítica hace que la modernidad sea interpretada como un movimiento creciente de racionalización que supone que el desencantamiento del mundo terminará por socavar las propias bases ilustradas. En dicho proceso la solidez moderna se torna petrificación y en última instancia crea sociedades de clausura. Hasta aquí hemos desarrollado la tesis fundamental de DI, ahora veamos como la modernidad afianza ese camino.
1.2. Horkheimer y Adorno usan La Odisea como una metáfora amplia para mostrarnos el proceso general de formación de la subjetividad, entendiendo -como ya se indicó- que la modernidad y particularmente la Ilustración es parte esencial del proceso de construcción de la civilización. La especificidad de La Odisea es que nos permite ver la interconexión entre mito, dominio y trabajo (Ibíd:85). La variedad de los peligros y las aventuras mortales que el sujeto debe sortear forman una ruta de unidad de la propia vida y de formación de identidad del sí mismo. La posibilidad de narrar la propia experiencia autoindividualizante devela cómo se han formado y fortalecido las resistencias a las fuerzas disolventes de la vida natural. La Odisea representa para Horkheimer y Adorno un ejemplo paradigmático de las relaciones de superación del mito en el relato épico. Allí encontramos cinco características que reflejan una inflexión de superación del mito y que traslucen las lógicas de despliegue del sí mismo (Ibíd:100). Primero, la obra mencionada nos muestra un itinerario que señala el viaje como una experiencia formadora de la propia conciencia. Segundo, las aventuras exponen las tentaciones que distraen de la formación del sí mismo. Tercero, se nos expone cómo la autocomprensión de los sentimientos llega a ser fundamental en la construcción del sujeto. Sólo de ese modo es posible establecer el imperio de la razón sobre las emociones. Cuarto, solamente mediante la experiencia engañosa de la diversidad se mantiene la unidad del sí mismo, que involucra el aprendizaje del control de la propia naturaleza. Para el sí mismo ilustrado, la diversidad impulsa a la disgregación por medio de la ambivalencia y la promiscuidad, que sólo puede ser superada templando la unidad. La dominación de las emociones es el dominio de la propia naturaleza. En el relato, la vida queda reducida a aventuras que son el entrenamiento de la unidad en la diversidad. Quinto, el instrumento para superar las aventuras es la astucia. Ella es la expresión concreta de la razón, representada en el ardid y el engaño. En efecto, se cumple la ley del mito de tal manera que no se cumple y por lo tanto se le destruye. La formación del sujeto conlleva una tendencia a la soledad que se basa en una dualidad amigo-enemigo[5]. De este modo, el viaje es la manifestación de la desmesura, la voracidad de un sí mismo insuficiente que se lanza al mundo con una clara vocación de digerirlo, ya que no encuentra en sí los elementos necesarios para completar el círculo de su desarrollo; la afirmación del “Yo soy” como un absoluto.
Como puede verse, el itinerario mostrado conduce a evitar la disolución del sí mismo en medio de la naturaleza. Lo muestra como un viviente que intenta afirmarse contra la lógica de lo viviente. El sacrificio y la templanza para mantener la unidad, la cual no es un punto de llegada sino un proceso permanente (Bauman, 2005:85), insertan el mito en el interior de la civilización. Se produce el paradójico resultado de que el dominio de sí crea autoconciencia, pero ésta se manifiesta como ejercicio del dominio. Más paradojal es el resultado, si se considera que el héroe concita la admiración justamente porque en un acto sacrificial pierde la posibilidad de su propia felicidad. El sí mismo, que tan alto precio ha pagado en su formación y que tanto ha tomado del mundo, queda atrapado en los mecanismos institucionales del sacrificio. La repetición, que era la determinación de lo mítico, queda trasladada a la civilización; maldición, delito y culpa forman los arquetipos de poder mítico que se expresaron primero en el destino, la naturaleza y ahora en la Ilustración. En esta lógica, la determinación de la soledad es necesaria porque constituye la antípoda del temor a la disolución del sí mismo. La construcción de fronteras, el “amurallamiento” existencial, lleva necesariamente a crear distancias necesarias que lo protejan de la promiscuidad de la mezcla con el otro, especialmente cuando la experiencia de la diversidad se impone como ejercicio de fortalecimiento de sí. Ulises recorre la totalidad como un viaje de autoformación que niega cualquier posibilidad de hibridación[6] y su relación específica es el enfrentamiento[7]. La dirección del viaje, como una forma de la propia escritura existencial, está decidida de antemano. Las aventuras de Ulises representan etapas de desarrollo del sí mismo ilustrado en su camino a la petrificación.
La primera de ellas es la fase de los lotófagos, donde encontramos una identificación con la naturaleza que impide entender la felicidad como algo por lograr. En contraste, ésta sería algo ya dado por el propio devenir de la vida natural. No existe necesidad de movimiento en el sujeto por lograr desarrollar su sí mismo, porque la felicidad aparentemente es tan fácil como comer flores. Representar la Edad de Oro por medio del comer flores remite a un cierto modo de vida vegetativa, carente de conciencia de sí y marcada por la supuesta abundancia de la recolección. Una vida sin forma, no determinada aun por la individualización y la racionalización. Para Ulises -como representación de la Ilustración- la felicidad es un producto del dolor superado por medio del trabajo histórico. La naturaleza y la vida social no proporcionan por sí mismas la felicidad y ni siquiera un adecuado sucedáneo. La vida sólo es posible por medio de la represión de la propia naturaleza. Allí se establecería la distinción tan largamente afirmada en la cultura occidental entre sociedad y naturaleza como opuestos en enfrentamientos. La imagen del cíclope, como segunda fase de esta readecuación de las relaciones entre sujeto y naturaleza, es representada como un estadio de barbarie sin ley. Confiado a los dioses, carece de la estructuración social que exige la formación del sí mismo ilustrado (Horkheimer y Adorno, 1998:116). Justamente, la posesión de una ley universal es una de las premisas de la razón contra la disolución y, por tanto, es coherente con la intensa racionalidad jurídica exhibida por la modernidad. El cíclope posee sólo un ojo y ésta es la metáfora de que aún está en el estadio donde sólo ve a través de la naturaleza que lo domina. No posee la vista doble que permite el juego de visiones paralelas y aun contradictorias, únicamente dirimibles por el ejercicio de la razón. Sin embargo, conviene recordar que una de las imágenes predilectas de la mirada que la modernidad proporciona, es justamente la del panóptico que se caracteriza por la unilateralidad ciclópea en el sentido de una visión que cubre la totalidad, desembocando en la extensión del panoptismo, es decir la proliferación de las miradas vigilantes. En una tercera fase Circe muestra una cara distinta de la naturaleza, la del placer femenino como fuente de disolución y de bestialidad. Representa su fuerza a través de la inmensa capacidad de indiferencia, de crear y producir placer, con características que juegan entre los extremos del patriarcado y el matriarcado (Ibíd:120). La seducción-dominación de Circe por parte de Ulises representa -siguiendo a Horkheimer y Adorno- una transición en el control y represión de la mujer. Ésta se vuelve -como imagen de la naturaleza- débil, domesticada y al mismo tiempo enigmática e impotente. La mujer es puesta en el lugar de la primera diferencia interior, su paradigma, ya que ella es parte integral del sí mismo, pero queda relegada de él. No está plenamente adentro ni afuera y por ello cae en la polisemia, la ambivalencia, lo imposible de nombrar convirtiéndose en fuente de seducción y temor. Por ello, no deja de ser significativa la escena de La Odisea -analizada por Horkheimer y Adorno- donde la ejecución de las siervas promiscuas es asimilada a la muerte de los pájaros (Ibíd:128).
Los autores usan este momento para mostrarnos que la Ilustración crea el mito de la Humanidad como un sujeto que emerge de la oscuridad de lo natural hacia la luz de su autoconciencia, soslayando las acciones de dominio. Pero la muerte de las siervas muestra la apatía moral como una característica fundamental que encontramos en igual medida en Kant y Sade (Ibíd:142). La trampa de la razón radica en que la justificación del principio de autoconservación hace que la fortaleza se exprese como poder de dominio, lo que hace que la ley del más fuerte sea expresión racional de la propia ley. La piedad y la compasión aparecen como defectos femeninos a los que cabe oponer el desarrollo de la virtu, cuyo centro son las capacidades guerreras y varoniles[8]. El acto de culpabilizar al débil es un paso más del ardid del poder de la razón para justificarse. Será por tanto el pobre, la mujer, el judío o más cercanamente el árabe, el inmigrante, el negro, entre otros, quienes por su propia existencia inciten el odio ilustrado. Aquellos que no forman parte integral de este sí mismo y que expresan lo allende de sus fronteras. Cada uno de ellos expresaría un modo de la exterioridad que sería polisémico y ambivalente frente al poder de categorización moderno.
Desde esta óptica tanto la piedad como la compasión no son capaces de sostenerse racionalmente. Su cometido es mitigar el dolor pero no restablecer la justicia y, en ese sentido, ambas son siempre incompletas y limitadas. A diferencia del cristianismo, que escamotea la justicia en el más allá, la Ilustración resuelve este problema con la indiferencia frente al dolor. De no ser así, debería completar el proceso de reflexividad que le develaría los efectos perversos de su propia racionalidad. Bauman nos recuerda que culpar a las víctimas y la indiferencia moral son dos procesos por los que la producción del dolor es desvinculada de los actos de poder. El dolor queda puesto afuera de las fronteras del sí mismo, como un fenómeno que no le atañe, que pertenece al ámbito de la naturaleza y que en el extremo produce el placer del dolor como en el paradigmático caso de Sade, que luego puede encontrarse en el Holocausto y en algunas manifestaciones de la sociedad de consumo. Para Horkheimer y Adorno, la dialéctica de la Ilustración se caracteriza por las dinámicas de poder que reintroducen y amplían la intermediación del dominio de la naturaleza. Uno de sus efectos más importantes es la producción de la indiferencia moral creada justamente por la distancia planificada de los victimarios y las víctimas (Bauman, 1998:251). El resultado es una lógica basada en las distancias y las definiciones asimétricas de poder que redundan en la acumulación de poder y el principio de sobrevivir. La destrucción genocida es la culminación del proceso por el cual lo humano es reducido a mera naturaleza, ello tanto por los discursos que elabora para la comprensión de la realidad, como por los medios técnicos que procura para su efectiva realización. La abstracción no es sólo una estrategia de conocimiento, sino de dominio donde todo es sumido en la indiferencia categorial. Para DI, el poder que ejerce la Ilustración sobre la naturaleza crea una imagen de ésta como otredad radical que condena al ostracismo la visión de un mana omnipresente en lo humano, por lo que las metáforas operacionales predilectas son las del ente, la cosa, la mercancía (Horkheimer y Adorno, 1998:92).
Para los autores, así como para Bauman, el largo camino del sí mismo hacia la producción de su autoconciencia no conlleva necesariamente el surgimiento de la conciencia moral. Ello se expresa el programa ilustrado que tiene sus fases en el recorrer, reproducir y recrear la totalidad. Un mandato que para la Ilustración sólo se vuelve viable en la medida que se produce una apropiación subjetiva de las imágenes divinas y lo absoluto, creando una definitiva separación y control de la naturaleza. Así para la teoría crítica surge una aporía en que el amor hacia las divinidades surge del infinito terror ante la omnipotencia de éstas. Sólo la mimesis de la subjetividad divina permite la superación del terror ante los dioses a los que hay que imitar para superarlos. Justamente, el horror frente a la naturaleza indiferenciada y disolvente, que movilizó la formación ilustrada del sí mismo, condujo al terror ante los dioses. Cuando éstos ya fueron superados, exiliados y olvidados por la modernidad, surgió el terror hacia el propio sí mismo como una totalidad incontrolable que encontró su referente principal en el Estado.
2. De la dialéctica de la Ilustración a la fluidificación social.
Todo lo anterior ratifica que la teoría crítica asentó su imagen inicial de la modernidad bajo el espectro totalitario, lo que implicó soslayar que ésta ya estaba fuertemente dividida entre una modernidad capitalista y otra socialista. Obviamente los autores no desconocían estas diferencias y los problemas que ello creaba, pero las semillas totalitarias parecían estar divididas por partes iguales en ambas corrientes. De allí la necesidad de elevar la critica al proceso civilizatorio en su conjunto centrándose en la Ilustración como núcleo de articulación de la modernidad. Sin embargo, ello ya menospreciaba la profunda diferenciación interna de la modernidad por lo que hoy podemos hablar de modernidades múltiples (Beriain, 2002: 62). Por otra parte, DI exacerba los aspectos distópicos de la modernidad creando la aporía de que todo avance en la emancipación redunda finalmente en dominio. Ello simplemente causa una imposibilidad política de reapropiación del legado de la Ilustración, que se ha tornado para estos efectos en una totalidad completamente alienada. Igualmente, al haber elevado la crítica al proceso civilizatorio en su conjunto -análisis por cierto fundamental- DI descuidó los profundos cambios en el capitalismo de los países desarrollados que son la principal fuente de movilización de la modernidad líquida. En efecto, no es que las limitaciones a la libertad hayan desaparecido (Bauman, 2002: 11), sino que el desarrollo del capitalismo cognitivo[9] ha comprimido las diversas esferas sociales al punto de licuar el orden establecido basado en oposiciones dialécticas. Dicho de otro modo, el nuevo marco de las fuerzas productivas es el que ha lanzado a la modernidad a un a nueva fase que ya no se condice con la imagen que la teoría crítica elaboró en su momento. Ni siquiera Habermas desarrolló este aspecto a propósito de sus reflexiones sobre el capitalismo tardío (1999b:68) o más tarde sobre la constelación posnacional (2002:169).
Los derroteros de la dialéctica de la Ilustración se han comprimido bajo el peso de un nuevo capitalismo global que modela una nueva modernidad. Allí se movilizan las licuadoras de lo social; la revolución tecnológica, la cultura mediático-virtual y la acumulación flexible de la economía glocal (García-Selgas, 2002:2). El espacio de desarrollo de este nuevo capitalismo se remonta a la Guerra Fría, que es el escenario donde las dos versiones rivales de la modernidad chocan como dos sólidos que pretenden reformular la vida humana en todas sus dimensiones. La Guerra Fría es al mismo tiempo el punto de máxima solidez moderna y el origen de la fluidificación a la que hoy asistimos, pero que ya en aquella época comenzaba a manifestarse. En las doctrinas de la Guerra Fría de fines de los cincuenta del siglo pasado nos topamos con una redefinición del concepto de frontera que ya no está marcada por los tradicionales conceptos geopolíticos, sino por una metáfora más amplia de los logros que EE.UU. debía alcanzar para llegar a un liderazgo mundial incontestado frente a la URSS. La nueva frontera supone articular dentro del capitalismo unos desafíos geográficos y tecnológicos, sociales y culturales, políticos y económicos que proporcionan unas metas a lograr que no sean meramente territoriales, en definitiva se trata de una nueva relectura de la modernidad capitalista (González, 2003:66). Ello crea un dinamismo que revoluciona los marcos tradicionales del capitalismo desembarazándolo -al menos conceptualmente- de las ataduras de las necesidades geopolíticas clásicas que definían la relación Este-Oeste. Por ello puede señalarse que las bases del capitalismo global -caracterizado por su progresiva interdependencia, la creación de mecanismos de coordinación y respuestas flexibles- tienen su origen en el contexto de enfrentamiento de la Guerra Fría entendida como un desgarramiento de la propia modernidad.
En DI no hay referencia a esta verdadera inflexión, ya que sus análisis están centrados en el pasado inmediato de los enfrentamientos de la Segunda Guerra Mundial. No hay una suficiente consideración a los elementos de fluidificación surgidos del enfrentamiento de las versiones rivales de la modernidad. Dichas versiones supusieron la necesidad de un continuo cambio interno que las elevara a las posiciones hegemónicas, luego de haber despachado del escenario mundial al fascismo y el nazismo. En un sentido más amplio puede decirse que DI describe adecuadamente el ascenso de la modernidad sólida que encuentra sus fundamentos en el totalitarismo, pero no alcanza a percibir que justamente allí -luego del éxtasis del poder totalitario al estilo de 1984 de Orwell- se produce la lenta curvatura hacia una modernidad mucho más matizada y bipolar. En efecto, retrospectivamente el temor nuclear y la garantía de la destrucción mutua restringieron las potencialidades totalitarias a límites definidos, con pequeñas modificaciones durante los cuarenta años de la Guerra Fría. Por otra parte, la revolución tecnológica y su inaudito espaldarazo a las nuevas fuerzas productivas están permitiendo una intensa ronda de privatización de los diversos mundos de vida. Como señala Bauman nos enfrentamos a una modernidad privatizada (2002:13) en que los cercamientos[10] (enclosures) crecen de modo acelerado tanto extensivamente como intensivamente, de suerte que las distinciones entre lo público y lo privado, la sociedad y la naturaleza, el adentro y el afuera, se vuelven irrelevantes frente a la totalización de la modernidad líquida. Dicha privatización radical literalmente comprime estas distinciones tan necesarias en la argumentación de DI. La formación de identidades no tiene ya como paradigma organizador al si mismo ilustrado y su solidez ejemplar, estética y heroica. El antiguo mandato de llegar a ser alguien en la vida resulta anacrónico, ya que de lo que se trata es de ser muchas personas en una misma vida. Por tanto, parece haber perdido sentido la idea de un núcleo organizador de las biografías de los sujetos en un mundo cambiante e incierto.
En efecto, si la modernidad sólida estaba regida por el sueño -por cierto nunca logrado- de un sujeto total que cristalizaba su fin en la estabilidad y la perpetua igualdad consigo mismo, la modernidadOrwell líquida en cambio privilegia la plasticidad, el cambio de forma, en definitiva la maleabilidad del material humano. Más aun puede señalarse que mientras las imágenes tradicionales de la dominación tienen que ver con la permanencia en una forma, una situación o estado constante, hoy -por el contrario- nos vemos impelidos a la transformación que no proporciona margen de estabilidad y seguridad. Por ello el cambio se presenta frecuentemente como una invasión que arrasa las fronteras que los individuos creían haber creado y que con tanto esfuerzo habían mantenido bajo la distinción entre una esfera pública y otra privada. En consecuencia, si Odiseo emprendiera hoy su viaje como una actividad formadora de sí, pronto entendería que ésta es una labor para aprender a desarrollar la hibridación. También comprendería que en el proceso no ganaría en certezas ni confianza en el futuro, sino que su formación está destinada a surfear en medio del riesgo como una condición que jamás se supera, sino que sólo puede aprenderse a vivir en ella evitando la corrosión del carácter. Ya no podría jugar a la solidez heroica, sino que tendría que jugar el juego de una dilatación-contracción de la identidad donde sus bordes serian necesariamente difusos y cambiantes de acuerdos a lo imprevisto de la circunstancias. Incluso aceptaría, gracias a su proverbial astucia -no sin algún grado de frustración- que el conjunto de las actividades humanas están marcadas por la fluidez; el trabajo, la amistad, el amor, etc. (García Selgas, 2003:5; Bauman, 2002:20) Esto supondría una superación de las visiones reticulares, ya que la compresión del capitalismo tardío habría superado los márgenes de las redes, que aun suponen una cierta estabilización y canalización regular a través de sus entramados, así como una forma de ejercicio del poder basado en estructuras piramidales, las que están siendo rápidamente sustituidas por estructuras rizomáticas. Todo lo anterior -como señala Bauman (Ibíd:60)- no implica que este nuevo capitalismo sea más sutil y menos dañino que en sus formas predecesoras. Su fluidez permite que literalmente se filtre a través de las barreras que los Estados nacionales habían impuesto en sus relaciones con otros Estados, revolucionándolos por medio de las tenazas formadas por la presión de las desregulaciones internacionales que abren el camino para que, desde el interior, las elites creen las condiciones de desmantelamiento del propio Estado (Arrighi, 1998:25).
Resulta evidente que los paradigmas de formación del sí mismo ilustrado resultan inaplicables frente al despliegue de la licuefacción social que arrincona las imágenes románticas de la libertad. En efecto la libertad es vivida claramente como un espacio de incertidumbre, más que como una posibilidad de despliegue de sí. Esto se hace más patente cuando consideramos que los principales paradigmas mundiales de la fluidez los encontramos en los flujos migratorios y la flexibilización laboral. En ambos fenómenos percibimos que la característica principal es la destrucción de unas formas de vida percibidas como seguras y estables a pesar de los aprisionamientos que suponían su monotonía y “naturalidad”. En ambos la estrechez de los márgenes de libertad parecía ser compensado por la seguridad de las rutinas que creaban un mundo estructurado y predecible. Hoy, en cambio, las promesas de libertad de emigrar y de flexibilización laboral resultan engañosas en grado sumo en la medida que son coartadas para nuevas formas de desamparo. De este modo, los flujos emigratorios son el resultado de un exilio económico y político, mientras que en el segundo caso nos encontramos con una readecuación de las relaciones cara a cara entre capital y trabajo, que vuelve obsoleto al fordismo como imagen privilegiada de las relaciones productivas modernas, así como al conjunto de la cultura del trabajo creadas desde la revolución industrial (García Selgas, 2003:32). En consecuencia, la libertad como aquella imagen que servia de atracción utópica tiene que ser repensada bajo los esquemas de la fluidez, ya que el acceso a los recursos de automodelamiento vital son cada vez más exclusivos, debido a su reorganización en torno al espectro del encierro y marginalidad en lo local o bien la apertura e integración en lo global.
Dado lo anterior, la emancipación no puede seguir siendo interpretada bajo la mirada de la teoría crítica clásica. Mirada que en el caso de DI resulta profundamente unilateral ya que soslaya los logros de la racionalidad occidental tal como lo señala Habermas (1999:142). Ciertamente ello no significa ignorar sus elementos homogeneizadores y su pretensión de universalidad. Sin embargo, DI observa la razón únicamente bajo la óptica de la racionalidad instrumental, por lo que es presa de la aporía según la cual lo que funda el sueño de la emancipación es también la propia razón. Esto no significa que en la modernidad fluida nos encontremos exentos de relaciones de poder y dominación[11]. Por el contrario, se trata de relaciones que se están construyendo de acuerdo a nuevos parámetros que les otorgan nuevos significados, los que estamos en proceso de descubrir para poder entender las emergentes implicaciones de las luchas por la emancipación. Dichas luchas tienden a superponerse y mezclarse unas en otras, de suerte que las luchas feministas se cruzan con las de clase y las étnicas. Ello nos plantea que la identidad es una cuestión claramente polifacéticamarx3 y fluida, guiada por la agregación de notas de identificación. La lógica de ser  esto o lo otro es desplazada por la lógica de esto y lo otro. La consecuencia más evidente es que la emancipación también es polifacética, ya que no tiene como referente un Gran Hermano al cual derrotar, sino muchos puntos de oposiciones cambiantes y combinables.
En uno de sus textos más interesantes Bauman intentó llenar de carne histórica y sociológica el esqueleto de DI (2005:39). Para ello recurrió a la figura del extraño, un tercero que aparece en la relación entre amigos y enemigos. En DI el extraño está considerado esencialmente como la naturaleza en tanto otro de la sociedad que es necesario domesticar. La extrañeidad del extraño es aquello que por una parte no puede ser reclasificado en la relación amigo y enemigo, aquellos que respectivamente están “naturalmente” adentro, asimilados y aquellos que están “naturalmente” afuera y son inasimilables y temibles. La condición del extraño supone una verdadera anomalía para la modernidad, ya que tanto los amigos y enemigos están solidamente anclados al territorio y justamente eso es lo que permite la clasificación. El extraño supone una anomalía nómade para una modernidad que funda sus distinciones en la dominación estatal del territorio. Más ampliamente la modernidad que DI nos describe posee una filosofía política y de la historia que supone como condición necesaria el sedentarismo. La expansión territorial de la modernidad siempre ha contado con un centro de despliegue que absorbe y domestica la diferencia. La modernidad fluida retoma y resignifica las contradicciones entre sedentarios y nómadas. Por una parte el sedentarismo moderno parece haberse agotado en la inexorable rutina de sí. Los límites cercados y atemorizados frente a lo extraño tuvieron el ambivalente efecto de crear una sensación de encierro y solipsismo dentro del campo moderno, generando una sensación de agotamiento de sus propios recursos existenciales.
Bauman nos muestra como el encierro en la localidad se vive como una verdadera desgracia y carencia, frente al nuevo nomadismo de las elites extraterritoriales y fluidas. Más aun, el acceso a la movilidad y la autotransformación de sí son una nueva forma de riqueza. La apropiación de la fluidez en cualquiera de sus formas es una ganancia que hace más patente la pobreza de permanecer solidamente ligado a una forma y territorio. Para los anclados la movilidad tiene un carácter ambivalente, ya que representa la promesa de cambio pero al mismo tiempo ésta les cobra el precio del desarraigo, la condena más dura que un sedentario puede recibir. Desde la perspectiva de los locales la no pertenencia y la carencia de estabilidad de los globales resultan horrorosas, ya que continuamente demuestran su extrañeidad e inadecuación en cualquier sitio. Para los locales la fluidez aparece bajo la forma primordial que DI nos describe: la disolución. En efecto, Para éstos en la fluidez ontológica no hay solución de continuidad en la transformación, sino simplemente muerte en la disolución. Parafraseando a Bauman las islas de regularidades en un mar de azar necesitan continuamente soslayar el cambiante oleaje de sus playas, que demuestra que más allá de las fronteras todo es diferente y por ende extraño. Por ello los locales tienen que continuamente decidir entre el monótono orden “natural” de sus comunidades o aventurarse a la fluidificación de sí.
Pero eso también resulta complejo, ya que en las condiciones de la modernidad liquida el acceso a la fluidez implica el acceso a un conjunto de recursos sofisticados y escasos. Por ello los más marginados están obligados a usar tácticas adecuadas a la urgencia de sobrevivir que resultan detestables para las elites. Únicamente más allá de los márgenes del orden pueden acceder a la autotransformación y la existencia errante como lo demuestran los flujos migratorios. Una fluidez involuntaria y dolorosa, radicalmente distinta al carácter gozoso y lúdico que tiene para los globales integrados. Es fácil adivinar que tras la imagen del extraño derecorte.3php Bauman se encuentra el refugiado, el no blanco y el emigrante, poco importa si éste es árabe, subsahariano, sudamericano o de segunda o tercera generación. Esto hace más redundante su extrañeidad que la de las elites. Más aun, estos comienzan a ocupar el antiguo espacio de las clases peligrosas y la diferencia interior. En la medida que las sociedades se vuelven más fluidas la presencia de los extraños se vuelve inquietantemente común para los nativos modernos, de modo que la posibilidad de la hibridación y el conocimiento mutuo es una alternativa creciente a la simple negación del otro. En el primer caso no se trata de que el extraño deje de ser tal, sino que se crea un espacio plural -al menos conceptualmente- que desafía la homogénea formación del sí mismo moderno. Ni extraños ni nativos pueden mantenerse al margen del otro. La separación forzosa sólo conduciría a la violencia tanto simbólica como directa, ya que si bien los ghettos son una forma de confinamiento de la hibridación, sus límites siempre demuestran que más allá están los otros con todos sus elementos diferenciadores.
Por otra parte nos parece acertado el tono pesimista de DI respecto de las condiciones de dependencia que los individuos adoptan frente a una modernidad que evapora las imágenes de emancipación y libertad, así como la cronoestructura que afianzaba al futuro como núcleo principal. El aumento del riesgo y la ambivalencia junto a la perdida de los lazos que sostenían las presunciones teleológicas, nos arrojan a un presente que sólo tiene futuros de escasa proyección. Como ya se ha señalado, el futuro no sólo pierde en profundidad, sino en margen de maniobra. En consecuencia, el tejido social de la modernidad fluida se caracteriza por ser eminentemente cambiante y diverso a diferencia de la modernidad sólida descrita por DI. Por ello, ya no podríamos considerar que la formación del sí mismo moderno tiene las características que DI señaló. El paradigma formativo del productor que transforma el mundo por medio del trabajo está siendo desplazado o al menos complementado por nuevas imágenes que tienen al consumo y la privatización como organizadores. Ciertamente nuestras descripciones son limitadas en tanto -como se indicó al principio- estamos en medio de una transformación profunda de la modernidad. Participamos de esa fluidez que para muchos es un desmoronamiento de los órdenes que permitían interpretaciones estables. Sin embargo, la modernidad líquida nos trae nuevas posibilidades emancipadoras que se alejan de los modelos de DI, posibilidades que es necesario explorar, ya que no las reconoceremos fácilmente en medio de las fluidificaciones. Esto resulta ser una buena noticia si consideramos el sombrío diagnostico de DI. En efecto la modernidad no se encuentra clausurada, fluye en la experiencia social, en los mercados, en los laboratorios de investigación, en la globalización, pero también fluye en los movimientos altermundialistas, en los defensores del derecho internacional y los derechos humanos, en los promotores de la igualdad, en los feminismos y en otras muchas instancias. Repetimos, no es la modernidad ilustrada con todo su esplendor teleológico y utópico. Es una modernidad privatizada, preñada de conflictos y luchas por desarrollar. Esto nos aleja por una parte de la ingenuidad de los defensores de una modernidad sin matices, a la que parece no haberle hecho mella el siglo XX y también nos aleja de aquellos que suponen la conclusión irrevocable de la modernidad como si ésta se hubiera perdido en el pasado y nos fuera tan ajena como la Edad Media. Tenemos en consecuencia una extensa tarea de indagación respecto de la fluidez, no ya como algo externo, reticular, sino como nuestra propia constitución en un mundo ambivalente.


Citas.

[1] Christian Retamal. Este texto forma parte del Proyecto Posdoctoral Nº 3050013 -financiado por el Fondo de Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT de Chile- titulado “Crisis de la interpretación de la modernidad en el contexto de la dialéctica de la Ilustración. Una mirada desde la ontología de la fluidez social.” Universidad Diego Portales.
[2] Bauman articuló la metáfora del jardinero para hacer referencia a la contraposición entre culturas cultivadas, producidas, dirigidas y diseñadas por una parte y las “culturas silvestres” o “naturales” por otra. En las primeras se destaca la necesidad de un poder que ejerza un diseño artificial, ya que el jardín en que la sociedad se ha convertido no tiene los recursos necesarios para su propio sustento y reproducción por lo que es dependiente de este poder. En las “culturas silvestres”, en cambio, estos recursos radican en la propia sociedad y en sus lazos comunitarios. Allí el poder se asemejaría a un guardabosque que encuentra su sustento en lo que el bosque entrega “naturalmente” a cambio de cuidado. El traspaso de las “culturas silvestres”, ajenas al diseño social consciente, a las “culturas jardineras” fue el resultado más importante de la modernidad. El centro de esta transformación fundamental fue una readecuación de las relaciones de poder. El guardabosque era una relación ineficiente en comparación con el jardinero, que contaba con un saber especializado que le permitía saber cuales eran las malezas y como eliminarlas. Dichas malezas, que crecen en las periferias de la sociedad, eran los pobres leídos como clases peligrosas, sobre los que se aplicaron y recayeron las fuerzas del biopoder, al decir foulcaultiano. Bauman, de un modo más inquietante, ha señalado que la realización completa del Estado jardinero se consumó en el Estado totalitario del siglo XX, que encontró sus malezas en el judío o en cualquier sujeto posible del genocidio. En última instancia el genocidio es la máxima concreción de la jardinería social, la depuración de las malezas en función de una imagen de lo que el jardín debe llegar a ser. Esta metáfora se afirma en la noción foucaultiana de biopoder y sus técnicas anatomopolíticas y biopolíticas. El autor ha seguido desarrollando la metáfora del jardinero como Estado totalitario y su expresión en el genocidio (1998:148) junto con sus implicancias estéticas (2001:13).
[3] Ambigua, porque la promiscuidad de tales fronteras es lo que permite la extensión animista que pone lo vivo en lo inerte, como una especie de reconocimiento de una otredad que se expresa a pesar de su lugar inadecuado para la razón, que intenta restaurar las fronteras. Efectivamente, el mana representa el espacio simbólico en que se expresa la naturaleza como otredad radical, que nos convoca al placer socialmente horroroso de la disolución del yo y hace que algo abismal de ella reverbere en los humanos.
[4] Para Benjamin la violencia mítica es profundamente distinta a la violencia divina ya que mientras la primera funda derecho la segunda lo destruye, aunque posteriormente cree uno propio. La primera crea límites, en tanto que la segunda muestra una capacidad de destrucción ilimitada. La primera culpa y castiga, en tanto que la segunda pretende que su ejercicio de la violencia exculpe a la víctima mediante su sacrificio. La primera es tonante y la segunda fulmínea. La primera es sangrienta y horrorosa en la medida que destroza y expone el cuerpo destruido provocando un estado de sufrimiento inconmensurable -e inexistente en la vida cotidiana-, mientras que la segunda es letal sin ser sangrienta, como si de esta manera disimulara lo ilimitado de su poder. Finalmente, la primera es transparente y se reconoce abiertamente como tal, en tanto que la segunda se enmascara y reclama un carácter purificador en su ejercicio, lo que produce que históricamente adopte la forma de una salvación para la victima. Se puede afirmar que la violencia divina, propia de los monoteísmos, es inmensamente superior a la violencia mítica. Prueba de ello es que la haya subsumido en los mecanismos que le eran útiles, que su arquetipo se haya extendido y la Ilustración la haya hecho suya de modo tan íntimo (1971:25).
[5] En el análisis de Bauman, la distinción amigo-enemigo se funda en la búsqueda incesante de eliminar la ambivalencia, intensificando las lógicas de clasificación y es una variación de la oposición interior-exterior, fundamental en la formación del sí mismo (Bauman, 2005:92).
[6] El campo semántico de lo híbrido, la hibridación, la hibridez, proviene -en el ámbito de las ciencias sociales- de los estudios culturales postcoloniales que designan realidades de orígenes desiguales y mezclados (Joseph, 2002: 384). La idea de la hibridación no implica una noción de conciliación de las partes al modo hegeliano. Los elementos mezclados pueden tener una relación tensa, violenta y ser en último término producto de las relaciones de dominación, tal como lo demuestran los análisis del rol de la violación en la formación de los pueblos mestizos. Por lo tanto, la celebración de la hibridación -si no quiere ser ingenua- debería tener en cuenta las condiciones históricas, políticas y las relaciones de poder en las que se articulan las mezclas.
[7] Es importante recordar que el nombre griego de Ulises es Odysseus que es similar al término Udeis, nadie. Juego de palabras que el protagonista usa para confundir a los cíclopes. La negación del propio nombre como ocultación de la propia identidad es otro ardid de la razón. Ocultación y develamiento son dos caras del proceso de despliegue del sí mismo (Horkheimer y Adorno, 1998:118).
[8] Para ver específicamente cómo el concepto de “virtu” quedó insertó y reinterpretado en la Ilustración y es mediado por la acción educadora de los intelectuales modernos, ver la obra de Bauman (1997:47).
[9] El concepto de capitalismo cognitivo proviene de las profundas transformaciones derivadas de la revolución de las tecnologías de la información y el conocimiento, TIC, que transforman la producción del conocimiento en la piedra angular de una nueva economía que produce nuevos actores sociales. En efecto, así como el proletariado surgió de las condiciones de la Revolución Industrial, la implantación de las TIC genera un cognitariado que tiene como característica la creación de conocimiento en unas condiciones mucho más socializadas que las del proletariado. Ello generaría una contradicción interna al interior del capitalismo cognitivo, que intenta enmarcar las nuevas formas de producción eminentemente creativas, en los paradigmas de la reproducción económica tradicional y sus normativas de apropiación. Por otra parte el capitalismo cognitivo se caracterizaría por una intensa trasnacionalización, su fluidez y heterodoxia respecto de los marcos tradicionales de producción, su inmaterialidad y autonomía respecto de las localidades y sus temporalidades específicas. Un ejemplo notable de esto último lo encontramos en las industrias tecnológicas de la India, que de manera ágil se insertan en los mercados mundiales rompiendo las brechas de capital, básicamente gracias a la formación de un cognitariado altamente formado. Ello con prescindencia de sus diferencias étnicas, lingüísticas, religiosas, etc., que permiten una isla de alta tecnología en medio de la extrema pobreza. Más en la excelente obra monográfica Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación colectiva. (2004)
[10] Los cercamientos como manifestación de la privatización radical tiene ejemplos amplios que van desde la implantación de los alimentos genéticamente modificados, la apropiación del conocimiento aborigen respecto de las semillas y las plantas medicinales y todo el rango amplio de privatización del conocimiento producido colectivamente. Igual lógica subyace en las políticas de licitación y bonos por emisión de contaminantes, la privatización de los espacios públicos, etc.
[11] Conviene recordar que Foucault distingue entre relaciones de poder y relaciones de dominación como dos esferas separadas con campos relativamente autónomos. Las relaciones de poder cubren un campo amplísimo de las relaciones humanas, exceden el plano político y el de las instituciones y reflejan un modo de existencia humana en planos múltiples; sexualidad, intersubjetividad, cotidianidad, economía, etc. Se definen fundamental por el deseo de dirigir los comportamientos de los otros siendo móviles, reversibles e inestables. Igualmente las relaciones de poder se ejercen sobre alguien que posee libertad y en virtud de ello puede resistir el intento de estas relaciones. De este modo, siguiendo a Foucault, así como en la sociedad están diseminadas las relaciones de poder, también están esparcidas las semillas de libertad para oponerse a ellas.
Las relaciones de dominación en cambio son relaciones de poder que se encuentran bloqueadas, se han vuelto irreversibles, inmóviles y fijas haciendo casi imposibles las prácticas de la libertad. Por lo tanto, para el autor lo odioso son los estados de dominación y no las relaciones de poder. En efecto, las relaciones de poder están radicadas en el seno mismo de las sociedades, no forman algo diferente o por encima de ellas que pueda suprimirse (1998:241). En esta perspectiva lo importante es producir una adecuada regulación moral y de gestión para que los juegos de poder no se transformen en dominación. Para el autor los juegos de poder son analizables en términos de tácticas y estrategias, reglas y azar, apuestas y objetivos, que están en el contexto de la cotidianeidad inmediata de los sujetos y en donde se movilizan las relaciones de poder (Foucault, 1999a:118-119). Los juegos de poder no deben confundirse con la categoría de juegos de verdad que el autor entiende como un conjunto de reglas de producción de la verdad que en virtud de las propias reglas y procedimientos produce validez, así como ganadores y perdedores al interior de una relación de poder. Ambas categorías están al interior de las relaciones de poder y aunque ambas se distinguen me parece que existe una clara subordinación de los juegos de verdad a los juegos de poder. (Foucault, 1999b:410-411) Para Foucault esto no implica su carácter fatal e ineludible, sino su historicidad que denota la transformación permanente de dichas relaciones. El análisis de las relaciones de poder supone conocer; primero, el sistema de diferenciaciones que permite actuar sobre la acción de los otros, diferenciaciones de estatus, jurídicas, de privilegios, económicas, etc., ya que toda relación de poder pone en funcionamiento diferenciaciones que son al mismo tiempo sus condiciones y efectos. Segundo, el tipo de objetivos perseguidos por aquellos que actúan sobre la acción de los otros, encuadrando el análisis en las variables del carácter conciente e intencional de las acciones y el aspecto inercial que hace que las relaciones de poder sean asumidas, naturalizadas e introyectadas como parte de un contexto preexistente que se sobrepone a la propia conciencia de los individuos. Tercero, las modalidades instrumentales a través de las cuales se ejerce el poder. Finalmente, a pesar de que el autor afirma las esferas diferentes y autónomas de las relaciones de poder y dominación, la práctica histórica demuestra que las relaciones de dominación son el paradigma y el foco de atracción y organización de las relaciones de poder. Más aun, una relación de poder exitosa tiende por su propia dinámica a constituirse en una relación de dominación.
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